El buen cine tiene la capacidad de enseñarnos mucho en muy poco tiempo. Y he aquí esta película 12 años de esclavitud que conviene ver.

Este film sobrio y duro rescata para las nuevas generaciones la historia del esclavismo,  que en mi generación conocimos sobre todo por el personaje Kunta Kinte del libro de Alex Haley “Raíces”, que tanta y justa conmoción levantó hace casi cuarenta años.

En 12 años de esclavitud se recrean muchas de las infamias que el ser humano puede infligir al hermano. La película está ambientada en 1850, y nos parece un tiempo lejano, pero es anteayer. Y no es el pasado, pues en el siglo XXI todavía no se ha erradicado la esclavitud. Mafias como las que muestra la película operan en muchos lugares del mundo. Su mercancía es la misma: los desarrapados y los desarraigados de la tierra.

Esta película –como todas las que reflejan la infamia— es un aldabonazo a la consciencia y una invitación a tender la mano, a la bondad, a la amabilidad. A mirar al otro con la mirada del alma. Porque cada uno de nosotros puede llevar un poco de calor y cariño allá donde vaya. Y ese calor, ese lenguaje, queda en el mundo sutil y poco a poco se extenderá más y más.

He aquí un propósito: intentar llevar calor y cariño a todos los seres que sienten, y también a los animales. Ahí hay un principio de curación de la humanidad, y los primeros en curarnos seremos nosotros.

Los desarraigados de hoy llegan en pateras y saltando vallas infames. Detrás de cada una de estas personas hay una historia de sufrimiento, de miedo, de desamparo en la que nunca o casi nunca reparamos. Al encontrarnos con estas personas podemos, desde luego, darles una moneda a cambio de La Farola. Pero también podemos dirigirles unas palabras de aliento y una mirada de amor. Una mirada de ternura, como tan bien señala el Papa Francisco (¡qué buen discípulo de Jesús es este hombre!). Y también emplearles, en trabajos dignos, sin aprovecharnos de su infortunio. Dándoles dignidad y así siendo nosotros dignos.

En 12 años de esclavitud se habla de la justicia divina, a la que nadie puede escapar. Esa justicia  no es otra que la derivada del karma, que tenemos que ir depurando en la larga rueda de las encarnaciones en la tierra. Porque nada queda sin pagar y porque “hiriéndote me hiero”, que decían los antiguos vedantines. Y, en la otra cara de la moneda, nada se pierde. Por eso cada pensamiento y cada acto de ternura también hace su labor, aunque no la veamos.

El Papa Francisco acaba de escribir lo siguiente: “No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura”. El mundo necesita que cada uno de nosotros encarne esta llamada.

Joaquín Tamames, 12-1-14