De la cocina viene el canto del Avalokiteśvara. Suena  todos los días a la  misma  hora, cuando  ella llega del trabajo y se pone a cortar las verduras. Es su ofrenda por la  salud de Thay. Yo lo escucho también a lo lejos, desde mi mesa de trabajo. Entre tecla y tecla  pido  igualmente por ese  anciano monje  vietnamita que reposa enfermo en un  hospital de  Burdeos y que tanto, tanto nos ha  dado, nos  sigue dando.

Parece que este  otoño quisiera  concitar todas las orfandades y por lo tanto todas las iniciaciones. Nos toca anunciar primavera en medio de las hojas caídas. Parece que este noviembre  estuviera  dispuesto a  sacar de nuestro interior toda la fuerza y el poder, bien otorgado a otros, bien acallado.  La orfandad marca el fin a tanto tomar y cobrar.  Es el relevo, es cuando ya no debes  esperar  que nadie te  dé, es cuando suena la hora en que tú has de comenzar a darlo todo. La orfandad es cuando ya no hay tutorías, cuando se abren todas las puertas, cuando los campos te pertenecen en toda su anchura y te asalta ese imprescindible terror a la libertad  que tanto   has  clamado y vociferado.


Apurar, abrazar la orfandad es seguir las huellas de nuestros guías con profundo agradecimiento, es saltar de hito en hito con un canto en los labios. Orfandad no es sinónimo de desamparo, pues no hay mayor amparo que el de quien empieza a amparar. Es simplemente colocar el amparo aún más Arriba. Si nuestros padres de sangre y espirituales comienzan a agitar  sus alas, bendita sea la orfandad que nos invita a  olvidarnos de nosotros mismos, a salir al paso del mundo, a comenzar a devolver  la inmensidad que por tantos  años  hemos estado recibiendo.

Parece que nuestros ancianos se hubieran puesto de acuerdo para  empezar a alejarse a un mismo tiempo, para invitarnos a asumir las responsabilidades postergadas. Bendita sea la orfandad, si rompe ataduras, si nos regala libertad para poder  servir más y mejor. Bendita sea la orfandad si nos permite echar un ancla más profunda en nuestros adentros.

Velemos, acariciemos nuestras  armas, saboreemos la orfandad. Pasemos la mano por el filo de la única espada permitida, la de la comprensión y la compasión. Aún se oye el largo y conmovedor Avalokiteśvara cantado por esos paladines de la compasión, por esos monjes que no hace mucho tuviéramos en suerte conocer en su gira española. La orfandad es invitación a hacerse con todas las armas que no quisimos blandir. Aún resuena en las paredes de la casa el llamado a amar más allá de lo que antes conocimos por amor.

El canto nos penetre, nos gane, nos imbuya de su fuerza compasiva y coraje interior, tal como nos sugieren los monjes y monjas de Plum Village. En el último parte sobre la salud de Thay, ellos nos invitan a que si fuera posible, dediquemos también “un día a comer vegetarianamente como una manera de generar compasión y enviarla a Thay. Pueden reconciliarse con sus seres queridos, o dejar ir su resentimiento con alguien y escribir una carta de amor…» ¡Vayamos a por ello!

Koldo Aldai, 20 noviembre 2014