Alfonso era una institución dentro de una institución, y como tal mereció hace unos años una placa-homenaje en la pared del establecimiento en la que se hace mención a esa su atalaya desde la que veía pasar la vida madrileña, la española y también la universal. Daba forma Alfonso junto con los camareros José Bárcena y Onofre Villa a ese especial carácter del Gijón, que en particular José Bárcena, en su vertiente de escritor y hombre de cultura, ha venido mimando y cuidando todos estos años: carácter que ha hecho del Gijón un grato punto de encuentro en el que confluyen ejecutivos y empleados, poetas, profesores, turistas, hombres del arte, de las letras y del cine, juristas, despistados y menos despistados, hombres y mujeres; enfín, un lugar en cuyas paredes parece que esté escrito que “hablando se entiende la gente” y en el que algunos se ejercitan en el arte de parar y de observar.
La impresión es que Alfonso veía pasar la vida con ecuanimidad y sosiego, esas características que poco a poco todos vamos perdiendo y sustituyendo por la prisa, la avidez y la ofuscación que parecen querer apropiarse de todo. Ciertamente, se le veía desapegado del dinero y de las posesiones, más por un convencimiento íntimo que por la circunstancia de penuria económica que le tocó vivir en esta vida. Transmitía la sensación de que en el arte de vivir era más docto que los que entrábamos y salíamos del Gijón a diario. Ahí estaba Alfonso, siempre tranquilo, sin discutir con nadie, con un semblante amable. Alguna vez se lo dije: “haces bien de estar sonriente, Alfonso, ¡nos invitas a entrar!”. En esos casos él convertía la media sonrisa en sonrisa, y no decía nada.
Alfonso comunicaba una cierta forma amable de entender la vida y se le veía bien instalado en el aquí y en el ahora, como queriendo decirnos, pero sin decirlo, que las cosas son más simples de lo que parecen. Mi impresión es que, como los buenos guerreros, había triunfado en la batalla más difícil: el dominio de sí mismo. Es verdad que nunca hablamos ni de lo humano ni de lo divino, pero tengo la sensación (por los comentarios que cruzábamos sobre la actualidad) que estábamos bastante de acuerdo tanto sobre lo uno, como sobre lo otro.
Buen recuerdo el que nos deja Alfonso, un hombre grato que con su sonrisa y amabilidad, con su saludo discreto y cordial, enfín, con su amable presencia todos estos años, nos transmitió su amistad sin pedir nunca nada a cambio.
La Redacción
Fundación Ananta