En medio de la contaminación, del ruido, de la pobreza extrema, en Calcuta siempre encontramos ángeles en la tierra. Estos ángeles son como mensajeros que nos dan la oportunidad para despertar nuestra consciencia, para arrinconar todo lo que sobra y todo lo que nos empobrece, y, en justa compensación, para desempolvar lo que nos enriquece. Disminuimos el pensar pequeño, limitado, roñoso, y aumenta el pensar grande, universal, eterno. Estamos aprendiendo y el camino es bien largo. Pero conforta saber que en ese camino hay ángeles que se dan. Ahí están para el que quiera verlos (estoy pensando por ejemplo en la hermana de la residencia de Daya Dan de la madre Teresa que tiene a cargo a los huérfanos incapacitados mental y físicamente).

En ese lugar extremo la continuidad entre la vida y la muerte es probablemente más nítida que en otros espacios. Forma un continuo casi perceptible. La vida y la muerte conviven en un espacio físico muy comprimido. Están ahí mezcladas, formando una unidad, casi cogidas de la mano. Este continuo permite pensar en conceptos importantes como la aceptación, el desapego. Quizás lleve a entender la causalidad de todo, la ley del karma.  Si uno está atento, puede que concluya que en esta ciudad Dios habla más fuerte.

Al caminar por la calle hemos de ir con cuidado para no pisar a los que duermen en la dura acera, algunos de ellos atravesados y desordenados, desparramados en el suelo, con el foco de la farola nocturna directo a los ojos, como este muchacho de la foto. Uno se pregunta cómo pueden levantarse al día siguiente, y de qué lugar recóndito sacan las fuerzas para continuar viviendo. Y los que pasan transportando grandes pesos destacan por la fijación de sus ojos, absortos en una tarea física que requiere toda la fuerza disponible. Y pasan por delante, algunos sin fuerza para devolverte siquiera la mirada. En ese caminar que no admite más que concentración, yoga, uno empieza a entender las formas en las que puede manifestarse la dignidad. “Se te quita la tontería”, me dijo una vez mi hijo, en 2005, cuando vio por aquí lo extremo de la vida. No es mal comienzo éste, el de quitar toda la tontería que envuelve nuestras vidas. Es el comienzo para emanciparse, para empezar a entender la interdependencia de todo lo que ocurre en el mundo.

Caminamos por la calle, como observadores privilegiados, ajenos al esfuerzo diario de la humanidad, al colosal esfuerzo para que tanta gente consiga alimentarse un día más, en analogía de lo que escribió Kipling. Grandes contradicciones las de este mundo. El abrazo fraterno, la asignatura siempre pendiente.

Joaquín Tamames