Me  faltan  kilómetros en la orilla jugando y corriendo detrás de un perro que salta las olas y mueve alegre su cola. Me  faltan cumbres coronadas con su jadeante e inestimable compañía. Nunca  tuve un perro, quiero decir nunca tuve esa compañía fiel. En realidad no les poseemos, tenemos la suerte de que decidan  un día correr por nuestras playas o prados y tumbarse silentes a nuestra vera.  Ante nuestro reclamo insistente, con todo su infinito  cariño, de pequeños mi madre nos decía  a los siete hermanos que ya había bastante animal en el hogar. Ya de mayor, la vida itinerante no te permite poner la ansiada  caseta junto al portal.

Yo creo que se  acerca  sin embargo el día en que podré disfrutar de su compañía sin par. Perros sin cadenas necesita nuestro mundo. No tomamos conciencia de la deuda que generamos encadenando por todas partes a tantos animales. Las cadenas que colocamos son las cadenas a las que igualmente nos atamos. No tomamos conciencia de la deuda inmensa que contraemos con estos hermanos nuestros, tratándolos de esa forma.


Mis tardes son paseos sin fin en los que me pierdo y busco inspiración y enebro el hilo con Quien inaugura cuanta maravilla sale a nuestro paso. En medio del campo y de los bosques brotan la mayoría de las letras, que después la torpe memoria intenta acarrear a la pantalla. En medio de esa paz, los ladridos, tan a menudo agresivos que nos  asaltan, no son si no los  gritos de todo un Reino que  clama por  su liberación. ¿Cuántas  veces  nuestros paseos no se ensombrecen al constatar las condiciones en las que atan y encierran de por vida a nuestros  hermanos animales? ¿Cuántos perros amarrados, sin poderse mover apenas unos metros encontramos a lo largo de  nuestros itinerarios vespertinos? ¿Cuánto sufrimiento  animal  jalona nuestras salidas a la naturaleza? Pero no es sólo el sufrimiento que percibimos, es también las barreras que a nuestra  evolución colocamos.

En todas nuestras encrucijadas, en todas nuestras dudas, en medio de todos nuestros pesares, hemos de echar mano de lo que nos  susurra al respecto la sabiduría sin tiempo, ni geografía. Ese conocimiento inmanente, ancestral nos habla de que el humano no podrá avanzar en su progreso evolutivo, a menos que  ayude a progresar a su vez a los Reinos denominados “inferiores”. Es decir no se inaugurará el horizonte que tenemos por  delante, a no ser que la ternura y el amor empiece a fluir a raudales sobre los animales que ahora apresamos, torturamos y matamos.

Aquel fiel amigo aguarda que le demos la entrada a nuestra condición humana. El amor  es siempre la puerta, lo único que  puede procurar las iniciaciones. El portal  que nosotros desearíamos tener abierto por delante, sólo será si nosotros lo abrimos por detrás, es decir si nosotros propinamos el suficiente amor para que el animal deje un día de ladrar y comience a balbucear, deje de andar con cuatro patas y se sostenga con dos, deje de sentir colectivamente y comience a sentir y pensar de forma individualizada.

No hay progreso  humano posible, mientras que el animal sufra a nuestra vera. Los animales domésticos son el último eslabón  de las almas aún colectivas de los hermanos animales, antes de pasar el gran Rubicón que les permitirá a éstas hacerse  acreedoras de una mente y de una conciencia individual. El amor del “dueño”, su compañía y ejemplo, su influencia positiva prolongada es lo que permite, en casos de canes muy despiertos, volver a la tierra con esa columna vertebral por fin estirada, con esa alma humana por fin individualizada, si bien de carácter aún muy primitivo.

Todo el amor que propinemos a nuestros animales es poco. Nos jugamos tanto su evolución como la nuestra propia. Todas las  cadenas, todos los amarres que podamos levantarles son insuficiente. Ahora ya lo sabemos. Tenemos el deber de concluir un tiempo demasiado prolongado de acusado maltrato. Tenemos la obligación de devolverles todo el cariño que durante tiempo de forma abnegada, sin esperar nada a cambio, nos  han propinado. Tenemos el compromiso de por lo menos intentar  cuidarles y amarles como a nosotros nos cuidan y aman las Grandes Almas, los Hermanos Mayores; como ellos los “hermanos menores”, siempre, siempre, de forma fiel e incondicional, lo han venido haciendo.

Koldo Aldai, 28 noviembre 2014