Se agotaron los días en la Ciudad Santa. Tras despedir a las monjas de Notre Dame de Sion, la maleta rueda de nuevo por el difícil adoquinado de Vía Dolorosa. Se acabaron las excursiones sin tregua de día, los teclados sin acentos ni eñes al atardecer. Los aviones y sus largas esperas permiten ordenar las vivencias, las piedras, las colinas…, permiten saborear el poso interno de todo lo vivido, reflexionar sobre el destino de un pueblo con tanta fuerza e inteligencia, como miedo en sus entrañas.

Llovía a mares cuando dejé Jerusalem, cuando un amable portero me cedió su garito, y sus pipas de girasol y su devoción por el Barcelona…, para esperar el taxi del aeropuerto que no terminaba de llegar; cuando una generosa mujer, que no me conocía de nada, me ofreció un paraguas para poder seguir caminando bajo la lluvia…

Fui tras Sus Pasos, pero Éstos se perdieron en medio del aguacero de la llegada y la partida… La lluvia siempre oportuna disolviendo nostalgias y apegos, como si Sus Pasos fueran ahora nuestros, como si Su Empuje, Su Paz en medio un mundo aún dividido y dolorido, debiéramos ser cada uno de nosotros/as, cada uno de los aún ahogados en su nostalgia…

Tierra Santa fue Su escenario. El nuestro  es aquí y ahora, quizás menos bello y sinuoso, quizás con menos paja y barro en su caserío, pero con el mismo y apasionante desafío de aventar las mismas y eternas semillas de amor fraterno.

 

Todas las tierras prometidas

Las jóvenes soldado israelíes se acicalan ante los puestos de bisutería de la Estación Central de autobuses de Jerusalem. El uniforme verde olivo y el pesado fusil a la espalda no han hecho mermar su coquetería. La vida puede seguir igual, pese a la alerta permanente. En el crudo enero los espejos siguen cantando una belleza acostumbrada a convivir con el hierro. Nada quiebran las armas de fuego en esa cotidianidad tan unida a la presencia de lo bélico.

Sin embargo otro Israel es posible, sin scaneres, sin alambradas, sin muros, sin terror en el alma… En algún otro punto más firme, más amable y duradero deberá descansar la paz de sus hogares La seguridad nacional no podrá ser por siempre semejante peso a la espalda de sus jóvenes. Habrá que cuestionar un día lo que devino un paisaje tan habitual y natural. Una ciudad santa no puede tener vigilancia de soldados día y noche, cada doscientos metros. Es demasiado caro el miedo; a pesar de la estrechez de las calles, también demasiado largas y frías las noches de invierno en la vieja Jerusalem.

Tiene que haber otra forma para ahorrar las guardias del mañana, para disolver el omnipresente caqui en esas callejuelas medievales del futuro, para liberarse de tantos desvelos por la seguridad, para impedir que la siempre latente batalla levante tan desproporcionado esfuerzo y presupuesto.

Israel puede seguir haciendo saltar a los físicos nucleares iraníes por los aires. Tiene músculo para poder ganar las batallas, para frenar la amenaza que pudiera surgir del fondo de sus desiertos, pero la verdadera seguridad jamás se alcanzará con las armas y el dolor ajeno. La verdadera paz no puede comportar tanto latido del miedo.

Los jóvenes israelís comienzan ya a interrogarse por unas cargas que no tienen parangón en ninguna moderna sociedad occidental. Aparentemente la opción militar ha triunfado en las esferas de poder, en la conciencia colectiva, pero no podrá ser per secula. No pueden seguir transmitiendo de generación en generación ese terror, seguir pasando a sus jóvenes el enorme fardo de esos fusiles. No pueden seguir confinando a sus hermanos palestinos entre muros. Jerusalem necesita aligerarse de tanta confrontación si quiere volver a ser santa, no en el brillo de las postales, ni de los anuncios de los tours, sino santa en el corazón por fin abierto de su ciudadanía plural. Sacralizar no es inciensar las viejas piedras de los tres credos, sino más bien abrazar lo más ajeno, lo más distante; es por fin dejarse fecundar por otros rezos, por otras letanías, es culminar la siempre cara unidad en la diversidad. No puede ser sagrada una ciudad con tanto peso de tensión descansando en sus viejos adoquines. Los muros confinan la vida siempre ancha e infinita, la frontera desacraliza, sobre todo aquella que se ancla camino de nuestra Beth-le-hem de adentro.

Es difícil negar, con mínimo de objetividad, el milagro de tanto talento reunido, de tanto esfuerzo concentrado desde la declaración de su independencia. En tiempo breve, los hijos de David han levantado una nación en el semidesierto. Han juntado manos y voluntades esparcidas por todo el globo. Podrían vivir en una tierra feliz a nada que, más arados y menos armas, a nada que cayera tanta alambrada, a nada que reconocieran los derechos que también asisten a sus hermanos musulmanes…

Nunca el sueño de unos se puede construir a costa del de los otros. El suspirado retorno a Eretz Yisrael (Tierra de Israel) no debía implicar maletas para sus moradores árabes. Una diáspora nunca se sana generando otra. El poderío de esta nación es grande pero, ¿es acertada su apuesta, su inversión? Israel puede ser referencia de lo que es capaz de culminar un pueblo unido con el pensamiento enfocado. Hicieron vergel sobre la nada semidesértica. En medio de una geografía de absoluta marginación, en Israel la mujer estaba emancipada, había urnas donde alrededor sólo moraban dictadores, había experimentos comunitarios (los kibutz) en donde se ensayaba esfuerzo y cosecha colectiva.

¿A dónde llegaría el pueblo judío sin esos fusiles permanentemente a la espalda, sin el lastre de la guerra y la amenaza cotidianas? Es preciso cortar en algún punto, no el rico linaje sagrado de la Torah, sino la terrible herencia del miedo. No hay “capital eterna e indivisible”, hay Jerusalem a compartir, porque el futuro en esa Tierra Santa, en todas las tierras, será compartido o no será. Israel podrá ser otra, a nada que comprenda que una tierra bendita es un espacio donde hay un lugar para todos; que el hogar de una patria no se levanta a codazos, ni tras guerras de seis días, sino tras acuerdos justos y duraderos. 

Toda la tierra está prometida, pues toda la tierra está llamada a vivir en fraternidad. En Jerusalem nos jugamos mucho de ese común y excelso destino. No hay pueblos elegidos, si es caso el pueblo elegido es el que más ha aprendido a dar y compartir; compartir olivares, limoneros…; compartir agua, futuro, cielo…

Koldo Aldai, 24 enero 2012{jcomments on}