Somos fuerza hacia fuera y hacia dentro, impulso centrífugo y centrípeto… A veces pudiera parecer que ambas pugnaran. La primera nos impulsa a nuevos horizontes, paisajes, contactos, lenguas, revelaciones… La segunda nos ancla, nos fija en el lugar, encerrándonos en nuestras montañas, junto a nuestra gente, canciones, lengua, círculo familiar, seguro y conocido… La fuerza centrípeta es necesaria para hallar identidad, situar un punto de referencia indispensable, pero sin la fuerza centrífuga no hay cruce, encuentro, comunicación… No hay aprendizaje fuera de lo conocido.

La fuerza centrífuga es imprescindible para posibilitar la unión en la diversidad, el encuentro entre los diferentes. Ambas fuerzas se complementan en las diferentes esferas… En nuestro mundo físico, más concretamente en esta disputada geografía de Palestina-Israel, tantas veces los nombres nos han separado, unos y otros , musulmanes e israelíes, se sienten cómodos y seguros en sus espacios cerrados, con su lengua, costumbres, ritos cantos, rezos… No extrañan otros espacios más allá de los suyos propios. En realidad las fronteras políticas son, al final, la consecuencia última de las comunidades ensimismadas. Pocos se aventuran más allá de su círculo identitario.

Me llegué al muro grande, al muro entre los muros. Cualquiera que trabaja para la paz del mundo, para una humanidad unida, solo puede ahí sentir desolación, ahí sí, lamentarse (el muro de las lamentaciones no está lejos), ante esa gigantesca pared infranqueable, ante esa gigantesca valla que ha partido hogares, olivares, corazones, limoneros…

Tomé de mañana el autobús de línea en la Puerta de Damasco. Ningún problema para atravesar el cheq point, en medio del muro, el puesto de policía que separa el territorio israelí del gobernado por la Autoridad Palestina. Si es caso, sí engorro para sortear a los numerosos taxistas que se empeñan en llevarme. Qué menos que un peregrinaje de dos kilómetros para llegar al lugar santo entre los santos.

Ningún paisaje fascinante se abre a las puertas de Belén. Habrá que cerrar bien los ojos para intentar caminar junto a aquel noble esenio y su joven compañera María que iba montada en un asno. Habrá que hacer un esfuerzo para olvidar ese paisaje urbano tan desolado y descuidado y sentir aquella arena bajo los pies, imaginar aquel anhelo de la sencilla pareja por alumbrar en algún lugar protegido al Salvador del mundo.

Ningún cartel a lo largo de todo el camino, ninguna pista hasta dar, gracias a las indicaciones de la gente, con el conjunto monumental. Dentro de la Basílica de la Natividad custodiada por los ortodoxos, una cueva inundada de turistas señala el lugar donde dice la tradición que se produjo el Nacimiento. Belén es un buen lugar para nacer de nuevo, pero en esa Iglesia, meta de muchas excursiones, el peregrino no hallará el recogimiento imprescindible. Ningún sosiego en el mismo lugar donde nació Jesús. Felizmente el sol se clava en el claustro contiguo de los franciscanos. La paz que es imposible de encontrar en la concurridísima Basílica, se derrama generosamente en la denominada «Gruta de la leche», que como su nombre indica y la tradición reza, se trata de la discreta hoquedad donde María amamantaba a su Hijo.

Una vez más junto a un orgulloso y sobrecargado edificio, se encuentra una cueva maternal, acogedora, silenciosa, sin apenas visitantes, un rincón, al fin y al cabo ideal para meditar sobre la eventualidad de un nuevo y propio nacimiento.

El cheq- point de regreso a Jerusalem es algo más severo. Vuelvo en un autobús que cojo desde el centro de Belén. A los «turistas» nos permiten quedarnos dentro del vehículo para la revisión de los pasaportes, pero todos los palestinos, incluso las mujeres de edad, han de bajar a la calle. Uno no sabe qué hacer, si quedarse o bajar, uno en realidad no sabe quién, qué es, pues la Ley nos dice que hemos de ser siempre uno con los últimos…

A la vuelta de la excursión paso por la ciudad nueva, intentando impregnarme del ambiente, de la vibración del lugar. Observo una ciudadanía muy amante de su tradición y a la vez en vanguardia de futuro. ¿Hasta dónde llegarían si no invirtieran tanto en seguridad y defensa, si superaran su miedo y blindaje…?

Seguramente la excusa del paseo es poder contemplar a la noche la maravillosa vista de las murallas iluminadas. A fuerza de días en Jerusalem, uno comienza ya a apreciar ese calor de murallas adentro. Cada vez me pierdo menos entre sus mil y un callejuelas. Acelero los pasos, pues los oídos quieren alcanzar los cantos que elevan las hermanas de Notre Dame de Sión a las seis de la tarde. El Padre Nuestro que entonan al final del ritual de adoración en árabe me alcanza como un gesto de generosidad encomiable, nos deja a los asistentes en un punto difícilmente superable. De nuevo recapitulando al caer la noche en esa atmósfera tan elevada. El mejor hotel no proporciona esa oportunidad, ese bálsamo de las octavas que rozan los cielos.

Después a teclear en este coffee room del albergue en medio de la gente haciendo skype con sus seres queridos. Se entrecruzan palabras de amor en los más diferentes idiomas. Nadie oculta nada, como si las nuevas tecnologías nos hubieran ayudado a vencer pudores y a desparramar más y más amor doquiera nos encontremos…

Koldo Aldai, 17 enero 2012