Es justo calificar esta película, como hace el crítico, de ensimismada y grave, poética y conmovedora. Y todo lo que conmueve tiene el poder de elevar.

Es la historia de los siete monjes franceses asesinados en las proximidades de su comunidad argelina, en mayo de 1996, en los terribles años de violencia que asolaron aquel país. No es diferente a otras historias de violencia, tantas de ellas en nombre de la religión, como por ejemplo, recientemente, el asesinato en Bagdad de los fieles y sacerdotes que celebraban misa, el 31 de octubre pasado, o los 10 cooperantes de distintos países asesinados en Afganistán en agosto de 2010.

La película lleva a la reflexión, al silencio, a sopesar una vez más lo que es importante y lo que no lo es. Lleva a la oración, en varios momentos del film, pero sobre todo después. La oración por todos, incluso por aquellos que siendo también hermanos están sumidos en la ignorancia y como consecuencia en la confusión y el dolor que se deriva de los actos atroces generados desde esa ignorancia. Si, el abad Christian de Chergé ora ante el cadáver del terrorista ya muerto, en una comunión en la que pide la redención para ese hombre responsable de muertes crueles, innecesarias. Algo nos enseña el abad en esas manos unidas, en esa mirada al cielo, en ese querer trascender el ojo por ojo y diente por diente, antes de ser bruscamente interrumpido en su comunión.

Creo que lo que nos enseña es que en todo conflicto, por muy separados que estén los hombres, hay un punto de unión en la propia humanidad, en el dolor creado, aunque humanamente ese dolor no parezca soportable. En ese punto de unión, imagino, hay una mano que se tiende a la otra, y quien sabe si quizás algún día hay dos hombres que se funden en un abrazo. La humanidad, para trascender, tiene una enorme necesidad de perdonar, de abrazar al contrario, al verdugo de otras vidas, de esta vida. Ese ejercicio de perdón es hoy más necesario que nunca, desde la mayor consciencia, y abarcando el presente y todo el pasado. Requiere asimilar como nunca antes se haya asimilado el mensaje de Jesús. Requiere ese milagro al que somos llamados pero al que no respondemos.

Todo lo que hacemos a los demás nos lo hacemos a nosotros. Hoy la ciencia empieza a acercarse a la gran verdad de que estamos muy relacionados, de que hay una unidad. ¿Hasta el punto de ser uno, cuando trascendamos esta individualidad?

Percibo que el abad captó esta unidad, cuando escribió estas líneas 26 meses antes de ser secuestrado, como anticipando lo que ocurriría y, más que eso, lo que sentiría, y que hemos tomado del blog http://maribelium.blogspot.com, en el que su autora también reflexiona sobre este film, y al que agradecemos la información:

«Si un día me aconteciera –y podría ser hoy– ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integralismos de sus extremismos. Argelia y el islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista: ¡Que diga ahora lo que piensa! Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este ‘gracias’, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este ‘gracias’ y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá» (Padre Christian M. de Chergé, Prior del monasterio de Nôtre-Dame del Atlas en Tibhirine, diciembre 1993-enero 1994). Y volvemos así a la oración por todos los que sufren, ahora y siempre, con la esperanza de que la ignorancia se disipe de los hombres y que se haga verdad aquella frase del mantram de la Unificación: que todos los hombres amemos, y que el dolor traiga la debida recompensa de luz y de amor.

Joaquín Tamames, 20 abril 2011