Circula por Internet en medios abertzales. Es el relato en primera persona de la vuelta puntual de un preso de ETA a su pueblo con motivo de la muerte de su “aitite” (abuelo). Con un lenguaje muy sentido y a la vez poético escribe las emociones a la salida del funeral en su localidad cercana a Durango. Llevaba años sin ver a su gente querida y las exequias del abuelo le brindaron esa anhelada oportunidad de reencuentro.

No sé si el autor de esa carta querrá verla traducida, si considera adecuado llevar su poesía más allá del terreno que puede eventualmente cercar una lengua. Hay alma, hay sentimiento, hay poesía a ambos lados de las trincheras que ya se derrumban. Al certificarlo contribuimos a que esos bandos vayan desapareciendo. Quienes sembraron terror también exhiben alma, escriben poesía. Su grave error no lo saldan las bellas palabras, pero éstas sí nos acercan a las costas de su humanidad. De  vuelta a la cárcel en el furgón policial, el preso piensa en el encuentro reciente con su gente: “Guardé las lágrimas dentro. No deseaba perder lo que había visto y vivido. Aquellas lágrimas las fui después derramando pausadamente, una a una en el camino hacia Galicia. No deseaba de repente arrojar todos los sentimientos vividos en Zornotza… A la noche, cuando cierro los ojos, sigo oyendo vuestras dulces voces y no deseo despertar”. Corona su misiva con un “vamos a ganar”…, pero él ya ha ganado, mejor dicho su poesía, difundida por la Red, ya ha ganado. De alguna forma ha triunfado con un alarde de sensibilidad. Sólo resta el vituperio del hierro empuñado. Sólo le resta ensanchar el terreno de la palabra, el alcance de sus afectos, los límites de su humanidad. Sólo le resta, a fuerza de nuevos versos, de excavar más el alma, ir diluyendo la sempiterna imagen del adversario.

Socializaron en su día dolor, ahora está pendiente socializar la esperanza. Contribuyan la poesía y el poeta a esa urgente socialización. Terminen de balbucear perdón, de cerrar página de dolor. Estos días se celebra el 75 aniversario de los salvajes bombardeos de Gernika y Durango. Algo de aquellas terribles e injustas masacres hizo que, décadas más tarde, se levantaran jóvenes e infligieran nuevos e injustos dolores. Al final de tan bárbaras espirales, de tan tristes ciclos brotó la paz. Ahora observamos aquí una poesía que merece la plena libertad, que merece sus seres queridos, sus funerales sin furgón blindado a la salida…, pero esa poesía está llamada también a sincerarse en lo profundo del ser y a aventurar contrición por los renglones torcidos.

Somos tantas cosas a la vez, tenemos tantos nombres, amaríamos de tantas formas, haríamos poesía en tantas lenguas… Si las identidades suman, con las fraternidades ocurre otro tanto. Cierto que hubo en su día que idear pacíficos mecanismos de defensa de nuestra identidad, de ese círculo solidario que marcan unas mismas palabras y mojones culturales. Pero hoy, disipada la amenaza de otrora, resta ensanchar el marco comunitario. La familia humana es más allá de quienes se congregan en la misma  iglesia o se comunican en el mismo y sagrado idioma.

El hombre preso nos dibuja un cuadro de estrecha unión y solidaridad que genera el encuentro, después de mucho tiempo, con quienes participan de una misma cultura e inquietudes. El problema fue el ámbito ensimismado, el círculo demasiado a menudo almenado que generó no poco sufrimiento ajeno. El euskera y cuanto le rodea crean lazos humanos muy fuertes y nobles, pero a la vez con frecuencia murallas muy gruesas. Demasiadas veces hemos marcado distancia con otras culturas y formas de estar en el mundo y sin embargo la fraternidad humana está llamada un día a consagrarse más allá de lo propio.

Ahora es el tiempo de ampliar al límite los sentimientos, los poemas, los círculos. Derramadas “pausadamente, una a una” todas las lágrimas propias, al poeta quizás le reste otro tanto con las ajenas. Ojalá los últimos funerales de minutos contados. Ojalá el próximo viaje del bardo de Zornotza sea hacia la libertad y en su camino versos de progreso y victorias más colectivas. No hay ningún dolor ajeno sobre la faz de la tierra, menos aún el que nosotros mismos infligimos. Al fin y al cabo, las lágrimas de los otros son siempre, siempre nuestras lágrimas. Ojalá en el viaje de definitiva vuelta a Durangoaldea haya siembra de ese sentir pendiente, ojalá esa máxima liberadora alcance pronto al resto de poetas y humanos.

 

Koldo Aldai, 24 abril 2012