No nos ruboriza afirmar que queremos que despeguen esos aviones de combate y sellen las puertas donde se halla el mal, el mal que riega con mortal química los barrios de las populosas ciudades sirias. No nos ruboriza afirmar que estamos por la intervención precisa, quirúrgica y neutralizadora. No sin tristeza asumimos este postulado. La larga serie de advertencias y medidas diplomáticas ante Damasco, no han servido para impedir que el dictador Bashar Al-Asad siga aterrorizando con sus masacres a la población civil, con la única finalidad de perpetuarse en su tiránico poder.
¿Cómo de otra forma hacer que cese el impune y masivo asesinato de civiles? Las armas son siempre el último recurso, ¿pero hay ahora algún otro? ¿Qué queda por intentar sino unos «Tomahawk» bien dirigidos, certeros en la destrucción de arsenales y que causen el menor número de bajas? No creemos en la guerra. La humanidad ha de emerger de la diabólica espiral de la confrontación en la que está sumida desde hace milenios, sin embargo es preciso preservar la vida y los derechos humanos allí donde son reiteradamente amenazados. Es preciso detener en algún punto el mal contumaz. Ojalá el Durango o la Gernika del 37 hubieran sabido lo que es una coalición internacional presta a defender la vida de los civiles.
Sí, queremos que los refugiados vuelvan a sus hogares, los niños frente a la pizarra y los ancianos bajo sus limoneros. Queremos que triunfe la vida sobre la muerte, que Obama dé luz verde a una intervención lo más «limpia», breve y eficaz posible, con el más ancho paraguas internacional. Las dictaduras se apuntalan y sujetan unas a otras. Irán, China y Rusia no desean que despeguen esos aviones. Allí donde diaria y masivamente se pisotean los derechos humanos, incordia que estos derechos y la democracia ganen terreno.
Habremos nuevamente de oír que el Tío Sam es incapaz de hacer nada bueno, altruista, generoso… Escucharemos de nuevo que los barcos de guerra se acercan al conflicto, que los aviones de combate despegarán por petróleo, no por defensa de la vida amenazada; que a la coalición que se gesta sólo le interesa ampliar su área de influencia, para nada los gritos de las madres y los niños en los suburbios de Damasco, Aleppo u Homs… ¿Tan triste liderazgo internacional tenemos que sólo le mueven intereses geoestratégicos y no los lamentos que salen de entre las nubes de mortales gases? No lo quiero pensar. Quiero creer que los líderes de las mayores democracias se manifiestan sensibles a esa masificación del horror, a esas violaciones generalizadas de los derechos humanos y, puesto que tienen medios para detenerlas, estudian implementarlos. ¿Por qué no creer a un Kerry que clama ante «el arma más atroz empleado contra los más vulnerables»?
Algo de esta canción «anti-imperialista» ya sonó cuando los atropellos eran en Afganistán, Serbia, Kosovo o Libia… La izquierda europea habrá de dejar un día de agitar el fantasma de Vietnam, como si de aquella cruel batalla no hubiera pasado ya más de medio siglo, como si todos las posteriores administraciones norteamericanas siguieran siendo responsables de aquellas barbaridades. Todo el respeto ante quienes se posicionan contra la intervención, ¿pero no estaremos así obviando los más de dos años de crímenes de guerra de Al Asad, los más de 100.000 muertos, de los cuales 40.000 son víctimas civiles; obviando los casi dos millones de refugiados y las ciudades en gran medida devastadas? Nos interroga un pacifismo que no ofrece alternativas y olvida que la población civil sigue a merced de un político sanguinario.
¿Qué hacer en siglo XXI con los tiranos? ¿Qué hacer cuando se aferran al poder y en su desesperada obstinación se llevan por delante no importa cuántas vidas? Sólo las potencias asentadas en la democracia y el derecho, pueden frenar el abuso a tan grande escala. Queremos la paz y el desarme de los ejércitos, queremos todas las espadas y misiles convertidos en arados, pero eso quizás no podrá ser antes de que fuerzas tan oscuras hayan abandonado para siempre la faz de esta tierra bendita. No renegamos de nuestros ideales; no dejamos de acariciar la blanca paloma. Ojalá más pronto que tarde todos los espíritus humanos terminen cobijándose bajos sus alas de eterna y tierna paz.
Koldo Aldai, agosto 2013