Sin ellos, el mundo sería muy triste; sin ellos esta vida sería mucho más acre; sin ellos se perdería mucha lealtad, ternura y amor. Ellos sí que son la sal de la tierra. Son los maravillosos animales que pueblan este planeta de locos y egoístas humanos que se empeñan en hacer la vida imposible a estos compañeros entrañables y que tanto nos enseñan.
¿Has mirado a los ojos con detenimiento y sensibilidad a un animal, sea una tortuga, un gato, un toro o un reptil? ¿Has visto la inocencia, claridad, transparencia y ternura que hay en esos ojos? No hay, como muchas veces en la mirada de los humanos, un aire taimado, codicioso, hostil o rencoroso?.
¿Por qué se masacra a los animales para comerlos si hay otros muchos productos con los que alimentarse? ¿Por qué se incurre en el ánimo atroz de matar animales por pura y simple diversión? ¿Por qué se les hace daño si tienen tanto que enseñarnos en cuanto a paz, sabiduría, lealtad y entrega? Ellos siguen las leyes grupales, los códigos instintuales; no matan por diversión y sin necesidad, no se divierten haciéndolo, no perjudican gratuitamente. El ser humano (que se proclama injusta y absurdamente el rey de la creación, ¡ y ya querría tener la cordura de los animales!) puede optar, sigue sus propias leyes, y con espantosa frecuencia opta por dañar a otras criaturas de la naturaleza y crearlas sufrimiento.
Nunca he ido a una corrida de toros. Nunca pienso hacerlo, por muchas vidas que reencarnase. Pero he visto en televisión los ojitos abatidos y de sorpresa de un toro tras haber sido apuntillado y durante unos instantes hasta morir. Se me ha partido el corazón; ha llorado mi alma, sí, por ese animal al que han ajusticiado sin razón alguna, para divertir a una mínima parte de la población. Si tienen mascotas, ¿les gustaría que a ellas las toreasen y sometieran a tortura?.
Mientras yo estaba en la Uci debatiéndome entre la vida y la muerte día tras día, como saben muchos lectores que han leído mi obra “En El Limite”, Luisa, mi compañera, recogía un gato llamado Emilio y que yo rebauticé como Emile. Es un gato blanco y de expresivos ojos amarillos. Es un gran yogui, que maneja con increíble flexibilidad su cuerpo y que es capaz de llegar a altas concentraciones que le llevan al éxtasis (samadhi en yoga). Me recuerda a Diógenes, porque protesta con un cariñoso maullido cuando me interpongo entre los rayos del sol y él, como cuando Alejandro Magno visitó al sabio del tonel y éste le dijo: “De momento, apártate un poco, que me tapas el sol”. Los animales no juzgan, por eso nos aceptan y nos quieren más. Emile me ha enseñado (pues no tenía animales desde mi juventud) cuán entregada, inspiradora y reveladora, puede ser una criatura así y cuánto nos puede alentar y confortar. Durante las semanas en que tuve que permanecer más en cama para reponerme tras el hospital, él se ponía sobre mi pierna, todavía enferma, como si fuera un gato sanador que quisiera robarme el mal. En toda familia debería haber un animal, para aprender de ellos y para aprender a amar más incondicionalmente.
Ramiro Calle, 25 julio 2011
Cuando a mi neurólogo el doctor Antonio Tallón, que es una bella persona además de un magnífico profesional, le hablé de Emile, me dijo: “El tiene memoria, como usted; pero percibe cosas que usted no percibe”… ¡Qué razón tiene, querido y admirado doctor!. Los animales perciben tantas cosas que nosotros no percibimos. No es de extrañar que Freud se hiciera acompañar durante las consultas psicoanalíticas de sus dos Chow Chow, ni que Bernard Shaw dijera que “cuanto más conozco a la gente más quiero a mis perros”, ni que el siempre recordado Roberto Carlos cantara: “QUISIERA SER CIVILIZADO COMO LOS ANIMALES”. Ojalá un día florezca un planeta donde se trate a los animales como iguales, seres con alma, criaturas que, como los seres humanos, quieren dicha y no desean sufrir. Ojala.