He conocido a Jone a través del blog. Vive en Irún y trabaja en San Sebastián. Una mañana de sábado hemos dado un paseo agradable bajo el sol de julio, enfrente del mar azul y espumoso, con Hendaya al fondo, los tejados rojos y naranjas dispersos entre los árboles altos y centenarios, una visión de armonía y de orden. Es uno de esos días de julio en que la tierra parece un paraíso, bañada por las mejores luces y cubierta por los prados más verdes.

Jone es madre de sangre de dos niños y madre adoptiva de otros dos, traídos de China. Un día hace seis o siete años vio un reportaje en televisión sobre los niños de los orfanatos chinos y quedó tan impactada que resolvió ayudar, en la medida de sus posibilidades. Su ayuda se concretó en ampliar su familia, que desde entonces se ha doblado.

Entendió que tenía luz verde cuando su esposo dijo “bueno, no se…”, y como por arte de magia la familia eran cuatro y ahora son seis. Jone antes trabajaba a destajo en casa y en su profesión y ahora trabaja a super destajo en casa y en su profesión, y no tiene un momento libre. Entra menos en el blog por falta literal de tiempo, pues los días son demasiado cortos para tantas obligaciones (o afanes). En el tiempo “libre”, Jone colabora con una fundación que da asistencia quirúrgica y médica a niños en China y al final del día imagino que acaba exhausta.

Le pregunto sobre los afectos en la casa, y me dice que el afecto, el amor, es igual para los cuatro niños, pues desde dentro no salen las distinciones. Le pregunto sobre la reacción de los hijos propios, y hay una bonita respuesta de la solidaridad y mente abierta de los niños antes de que la sociedad les condicione con sus patrones mentales rígidos y alienantes de lo que conviene y no conviene. Es cierto que algunas personas de su entorno le han dicho “tu estás loca”, pero no sus hijos.

 

En nuestro paseo hablamos de por qué adoptar niños cuando ya se tiene el regalo de los propios. Comentamos una posible estadística impactante, apabullante realmente. Si imaginamos que de los 6.500 millones de habitantes de la tierra, en el mundo desarrollado hay más o menos 500 millones de familias con posibilidades económicas, y si imaginamos que cada una de estas familias con posibilidades pudiera adoptar a dos niños necesitados del tercer mundo, en una generación un total de 1.000 millones de niños tendrían familia y quizás futuro.

Estos 1.000 millones de niños, a su vez, pudieran ser en el futuro un puente entre Oriente y Occidente, entre el Norte y el Sur, y si fueran educados desde muy pequeños en la solidaridad, pudiera ser que de mayores emulasen a sus padres adoptivos. Se generaría así una migración permanente, extraordinaria, llena de infinitas posibilidades. En dos generaciones, podría afectar a 2.000 millones de niños, pero sobre todo a la psique colectiva de que “todos estamos interrelacionados” y, quién sabe, si apretamos un poco más la tuerca, de que “todos somos uno”. Este si que es un tema para el G-8, pienso mientras Jone me habla, y que además se podría poner en marcha con relativa facilidad.

Hablamos de qué cambios ha tenido la vida de Jone desde su decisión, que para mi es una gesta. Me lo explica muy simplemente con palabras que intento resumir así: “yo soy montañera, y en la alta montaña es reconfortante ver los signos de los caminos, para no perderse. Desde que adopté, es como si mi vida fuese permanentemente guiada por signos, el mapa está más claro, hay menos dudas, he recibido pues un regalo”.

A propósito de este regalo, me viene entonces a la mente esta frase del maestro Tibetano: “por medio del servicio el hombre aprende el poder de amor en su significado oculto. Da, y por lo tanto recibe; vive la vida de la renuncia, y las riquezas del cielo afluyen a él; da lo que posee, y a su vez es colmado hasta la saciedad; nada pide para sí, y es el hombre más rico de la tierra”.

Viene a decirme Jone que es la mujer más rica de la tierra porque hay un antes y un después tras esa decisión (tras ese dar, tras ese darse a los demás, pienso). Sobre el papel la decisión es clara: hay que ser solidarios. Pero del dicho al hecho hay mucho trecho. Y Jone ha recorrido ese trecho con determinación y valentía, con esa energía femenina que mueve y transforma el mundo. Con mucha fe; y es verdad que a tenor de este ejemplo es cierto aquello de que la fe mueve montañas. No me refiero a la fe religiosa, pues Jone piensa más en términos de valores que de fe tradicional, sino a fe como expresión de que cada uno de nosotros, con nuestra actitud, con nuestro compromiso, podemos ser actores para el cambio del mundo, en la esperanza de un mundo mejor donde pueda nacer la hermandad, la fraternidad.

“Es bonito este yoga de la acción que has emprendido”, le comento al final de nuestro paseo. Ella me dice que no entiende mucho de yogas ni de yoguis y la verdad es que no hace falta entender de todo ello para protagonizar esta entrega. Lo que si creo ver en Jone es esa responsabilidad que es una manifestación del alma, y que cuando se da, hace multiplicar lo importante y menguar lo superfluo. Es el crecimiento del Yo y la disminución del yo, un proceso muy hermoso que cada vez afecta a más personas en esta humanidad tan necesitada.

Al día siguiente de nuestra charla, conduzco hacia Madrid, desde Hendaya. Voy callado, y sin música, y hay tiempo para pensar y repensar, en silencio. Me gusta ese silencio, ese espacio de cinco horas sin emitir palabra en que voy rumiando mentalmente, procesando e imaginando cosas, a veces viendo visiones. Veo los amplios horizontes y alguna nube lejana. El sol pega fuerte esta tarde de julio, 34 grados, no me disgusta. El País Vasco está envuelto en brisa, y es un vergel, los árboles se sacuden como saludando mi paso, y llegando a Vitoria los campos ya amarillean. Los bosques desaparecen pero aquí y allá las hileras de árboles se suceden en un horizonte de muchos colores y tonos, y en la ribera del Ebro se forman oasis llenos de vida y de sonido. De repente, por doquier, los girasoles tiñen todo de amarillo…

En este silencio interior me acompaña la percepción del trabajo callado de Jone. Su labor es permanente, diaria. Ha plantado un jardín de solidaridad-en-acción en su patio, junto a los tomates. Algunos le preguntan que qué pasará con la herencia cuando los chicos sean grandes. Ella intenta trascender esos pensamientos limitados, ruines, que hoy atrapan a la humanidad en el espejismo de lo material. Hermanos contra hermanos en todos los ámbitos, las herencias convertidas en guerras fraticidas, ese es el pan nuestro de cada día. La delgada línea entre amor y odio, por supuesto de amor falso… El esquema mental de Jone ha trascendido el limitado mundo de ”lo mío”, y “lo tuyo”. Ha adoptado un código distinto, liberador. Se ha situado en otro plano, en un peldaño superior. Es más libre.

Según conduzco, pienso en el compromiso de Jone, y se me hace claro que no tiene tiempo para tonterías ni frivolidades. No todos podemos adoptar a dos niños, pienso, pero probablemente todos podamos descubrir nuestra nota, esa nota de autenticidad que puede transformar nuestra vida para poco a poco hacernos merecedores de estas frase de las hojas del jardín de Morya:

“¡Amigos míos!
La felicidad reside en ayudar a salvar a la Humanidad.
Abandona
todo prejuicio y, convocando tus fuerzas espirituales,
Ayuda al género humano.
Convierte la fealdad en belleza.
Así como retoñan en el árbol las hojas,
Así los hombres florecerán en el sendero de la rectitud”.

Llegando a Madrid, ya anocheciendo, pienso en ese sendero de la rectitud y en ese posible florecer, tan a nuestra mano pero tan lejano aparentemente. Agradezco en silencio a todos los que ayudan, a todos los que, como Jone, se remangan cada día. Son la sal de la tierra. Nos ayudan a florecer, a soñar.


Joaquín Tamames
Fundación Ananta
13 julio 2009

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