Querida María:

Estoy muy agradecido por vuestra generosa hospitalidad.

Me siento muy conmovido por haber estado en vuestra casa repasando los lugares en los que vivió y fue feliz vuestro precioso David.

David tuvo mucha felicidad en vida, que los padres le disteis. Esta alegría y felicidad se la ha llevado al otro lado del velo, en el que el alma vive de otro modo, desde luego más libre que en la tierra.

Estoy de acuerdo que David es una estrella en el cielo y espero que os hable en el silencio más y más. Yo también buscaré su bonita presencia cada día y me servirá de acicate para intentar hacer el bien.

David me recuerda a este precioso niño que es el Principito. Te mando mi ejemplar. También el Principito desaparece al final del libro, pero su huella está en todas partes. Está en el aire que respiramos, en la brisa, en el sol, en el alimento que nos llega y nos da energía, incluso en las manos callosas y ya cansadas de los dos abuelos.

Tu padre tiene una mirada hermosa y noble. Las lágrimas de la abuela han de servir simbólicamente para plantar un nuevo árbol en la tierra, el árbol de la fraternidad y de la felicidad por encima de las tristezas de nuestra condición humana.

El vínculo entre tu marido y tu es ahora más sagrado por este dolor compartido, que excede lo que un ser humano pueda soportar. Pero que sin embargo los humanos soportan.

Yo estoy convencido de que David te dará señales y pautas para volver a vivir con alegría y que vuestro vínculo amoroso permanecerá por los siglos de los siglos, incorruptible al paso de tiempo.

Tus ojos no merecen más lágrimas sino recuperar la belleza y serenidad del que ha pasado, como tu, por ciertos portales sagrados.

Me siento muy agradecido de haberos conocido y de atesorar ahora en mi mente y corazón la preciosa presencia de vuestro hijo.

Un abrazo sentido,

Joaquín Tamames, 24 de julio de 2010