Al menos para mí, la tristeza nunca ha sido mi compañera favorita y he huido de ella como quien huye de un baño en ácido corrosivo. Nunca me ha gustado esa sensación, y cuando por los motivos naturales que suelen propiciar ese estado de ánimo, me he sentido triste o deprimido o circunstancia similar, de manera instintiva he ocupado la mente y/o la actividad en asuntos más gratos que arrinconaran o diluyeran la intensidad de esa sensación tan dañina para la salud física, emocional y mental.

De esta manera aprendí que la tristeza es un estado emocional, que depende de en dónde se sitúe el dial de la mente, y que como tal puede crecer hasta convertirse en algo agobiante y destructor, o por el contrario en una sensación pasajera que en la medida que no se le alimenta, decrece y se trasforma en una formidable palanca para alcanzar el estado opuesto que como bien sabemos es una buena inversión para la salud, así como para los demás.

Se va aprendiendo que la vida es un juego, donde unas veces se gana y otras se pierde, que ningún estado de ánimo es eterno, y sobre todo que, salvo a la hora de escribir melancólicos versos al gusto de personas no menos melancólicas, la tristeza no tiene ninguna función útil sino más bien todo lo contrario.

Vivir en la tristeza supone trasmitir tristeza al entorno, supone ser un foco pasivo que absorbe la alegría del medio circundante, no contribuyendo a una sana distribución de las energías de la vida. Es si se me permite la expresión, una muestra de un cierto egoísmo, donde uno se encierra en sí mismo y tiende a buscar consuelo en los demás, en vez de ser un foco emisor de aquello que espera recibir.

Además está demostrado que si uno se dedica a los demás, aún estando triste, no hay tiempo para ensimismarse en sus sensaciones, cambiando la situación emocional con tan solo trasladar el dial de la mente de las preocupaciones personales a las ocupaciones hacia los demás.

No soy nada entusiasta de la tristeza, y no voy a decir que me siento muy triste cuando veo a alguien con tristeza, porque entonces estaría alimentando la sensación. Prefiero ponerme a cantar, y porque canto rematadamente mal, desagradablemente mal más bien, tengo la facultad de trasmutar la tristeza del prójimo que me escucha en una furibunda oleada de enfado monumental que les hace olvidar incluso el motivo de su tristeza.

Cuanta más capacidad de sentir tristeza, la naturaleza permite dar el salto al polo opuesto con tan solo dedicarse más a los demás y pensar menos en uno mismo.

Goio Baldús, en el Foro de la Fundación Civil, 15 marzo 2011