Érase una vez un rey cruel y duro de corazón. Sus vasallos lo querían tan poco que estaba forzado a sofocar continuamente revueltas y atentados contra su vida. Pero una mañana se despertó con una terrible desazón por lo miserable que era su vida. Lo que más deseaba era cambiar, así que llamó al hechicero real para pedirle consejo.

El hechicero reflexionó por unos instantes y finalmente le dijo:

 – Le puedo ayudar, pero su majestad debe estar dispuesto a seguir fielmente mis instrucciones.

– Haré cualquier cosa que me devuelva la paz – replicó el rey.

– Muy bien – añadió el hechicero-. Espere tres días y después le daré algo que le va a ayudar.

Pasados los tres días, el hechicero le entregó un objeto muy inusual: una máscara. Era casi una replica del rostro del rey, pero con una importante diferencia: en vez de las líneas de un rostro fruncido e irritado, mostraba una sonrisa y una expresión plácida y agradable.

– ¡No puedo ponerme eso! – protestó el rey -. No es… mi cara y, además, la gente no me reconocería; saben que no soy una persona feliz.

– Si su majestad desea que le ayude debe hacer lo que le pido y llevar la máscara siempre – insistió el mago.

– De acuerdo, lo haré.

El rey se puso la máscara y algo extraordinario sucedió. La gente disfrutaba mirándole y se sentía cómoda en su presencia. Empezaron a sentirse seguros y a confiar en él. El rey respondía positivamente ante la aceptación mostrada por sus vasallos y empezó a tratarlos con cariño y respeto. Poco a poco, el desasosiego se aplacó en el reino y se instauró la paz.

Existía un lugar, sin embargo, en el que no reinaba la paz: en el corazón del rey. Estaba encantado por los cambios acaecidos en el reino, pero se sentía hipócrita porque sabía que llevaba una máscara. Lleno de desazón, llamó al hechicero.

– Te estoy muy agradecido por el cambio de mi reino, pero no puedo seguir engañando a mi gente. No soy más que un charlatán. Por favor, dame permiso para quitarme la máscara.

– Si ese es tu deseo, ¡que así sea! – replicó el hechicero.

 Con gran dolor, el rey se posó frente a un espejo y, despacio, retiró la imagen que había transformado su vida y su reino. No le resultaba fácil, pero sabia que debía hacerlo. Haciendo acopio de todo su valor, abrió los ojos, listo para contemplar su antiguo rostro. Pero no fue eso lo que vio. Milagrosamente, su rostro se había transformado en una imagen gozosa y hermosa, más radiante incluso que la máscara. A través de la transformación interna, el rostro del rey se había transformado en un retrato de su júbilo y generosidad. La máscara había sido sólo una medida temporal que le ayudó a que surgiese su verdadera hermosura interna.

Del libro: “El dragón ya no vive aquí” 

Autor: Alan Cohen