Ricardo Milanés ha estado en el paro un tiempo largo pero hace unas semanas ha vuelto a la dura tarea de camionero. Nos describes, Ricardo, tus largas jornadas al volante, subiendo al norte y volviendo al sur, en tu gran camión, y tus días que imagino solitarios y agotadores. Y, como vengo comentando en alguna entrada del blog, me inspira que tu camión ya no sea un camión normal sino un monasterio rodante.

A veces, cuando estoy muy cansado, sueño en un mundo en quietud, en contraste con la abrumadora y frenética actividad que significa cada día en la tierra. Más de seis mil millones de personas y decenas de miles de millones de animales que empiezan una nueva jornada, que en algunas regiones tiene como único propósito llevarse algo de alimento a la boca o construir un fuego con el que cocinar los pocos alimentos. Ya nos habló Kipling del colosal esfuerzo de los cientos millones de indios para alimentarse un día más, y cuando estoy lúcido y despierto esa actividad frenética del mundo pasa delante de mis ojos como si fuese una película acelerada en la que todo es movimiento sin fin y sin descanso. Muchas veces me abruma.

Visualizo esa humanidad que se mueve sin parar, desde el crepúsculo del día al de la noche, toda una vida entera (expresión de Borges). Las luces que se encienden, los cuerpos que se desperezan, las primeras palabras del día, los pensamientos que se ponen en marcha y de nuevo la salida al mundo para hacer cosas grandes y pequeñas, cosas útiles e inútiles, para construir o para destruir, para amar o para odiar. Y así hasta el final del día, en que toda esa actividad va poco a poco aquietándose, pero sin desaparecer nunca. Borges nos hablaba también de las avenidas populosas y urgentes, aquellas que nunca descansan, siempre en movimiento. Y, aunque las nuestras estén casi paradas por la noche, las del otro continente permanecen vivas y activas mientras nosotros estamos en silencio.

He conseguido elevarme del suelo unos cientos de metros para ver desde lo alto el recorrido del monasterio rodante de Ricardo. Veo desde arriba el vehículo grande y robusto, arrancando desde la ciudad y enseguida tomando la autopista. Le veo avanzar y rugir según sube hacia los países centroeuropeos, entre campos primero amarillos, luego verdes y más tarde blancos, ya fríos por la nieve y los cortos días del invierno. Avanza sin parar, va y viene incansable, aunque el conductor esté cansado al final del día, los músculos entumecidos, el cuerpo abatido. Es un camión entre los millones de camiones y vehículos, de todos los colores, de todas las nacionalidades, que surcan las carreteras y los caminos de la tierra.

Desde hace un tiempo, cuando veo un avión en el cielo o un tren surcando los campos, pongo un pensamiento (una oración) en mi mente: “que llevéis armonía y propósito allá donde vayáis, que vuestro viaje sea para llevar luz”. Veo así una red de energía que se regenera cada vez, en una suerte de misión de buena voluntad en la que cada medio de transporte va cargado de energía limpiadora, vivificadora. Imagino que en cada avión o en cada tren hay una o dos personas trabajando por esa luz, con los ojos cerrados, lanzando al universo flechas benefactoras, mientras los demás pasajeros viajan ausentes o dormidos, algunos con rostros aburridos, otros con rostros irritados, muchos con rostros contaminados por el propio pensamiento. Pero, insisto, con uno o dos pasajeros trabajando con su pensamiento en esa misión clorofílica.

Ricardo ha transformado su camión en un monasterio rodante y en ciertos momentos del día va bendiciendo todo a su paso. Va practicando el arte de la bendición, que consiste en bendecir todo aquello que abarca la vista, mandando flechas benéficas, benefactoras, llenas de buena voluntad. Esa bendición llega aquí y allá, sutilmente, sin que nadie la perciba realmente. Pero actúa sobre la tierra, pues es una mirada clorofílica y limpiadora.

A veces Ricardo, en su soledad y en su esfuerzo, recibe regalos y mensajes, como el atardecer de la foto de hoy. En este atardecer, piensa Ricardo, está Dios. Ahí está el pasado, el presente y el futuro. Ahí está toda la belleza del mundo y también toda la esperanza. Y Ricardo debate entonces sobre si la belleza de esta atardecer es superior a la del amanecer de hace unas horas. Y en ese debate, que nunca concluye, descubre que está vivo, y su corazón se llena entonces de una alegría especial. Y de vez en cuando se escapa una lágrima por el rabillo del ojo y también una palabra que sale como sin querer: “gracias”. A pesar del cansancio, de la soledad.

Desde lo alto ya no oigo el rugido del camión, sino que le veo avanzar muy suavemente mientras en mi interior suena una música de armonía, casi celestial. Desde lo alto el camión ya se ve como una flecha de luz, que va limpiando todo a su paso, y convirtiendo lo reseco en verde y lo feo en hermoso. Es como un pincel que va pasando y dejando todo limpio y brillante, sobre todo cuando los pensamientos del que conduce van cargados de propósito y de amor por la humanidad. El camión brilla de un modo especial cuando el conductor está inmerso en ese oculto arte de la bendición, que nadie en la tierra puede conceptualizar correctamente pero que desde la altura es muy visible.

Todos somos Ricardo de un modo u otro. Todos podemos tener nuestro monasterio rodante. Nuestro caminar por la vida puede ser regenerador, limpiador. Cierto que hay veces, miles de veces, que perdemos la armonía, la compostura, que nos alejamos casi irremisiblemente de las deidades que podríamos ser. Pero cierto también que tenemos la posibilidad de convertir nuestro camión, nuestro pequeño vehículo terreno, en un monasterio rodante.

Y ese día podremos empezar a comprender la frase de Jesús de “Mi Padre trabaja y yo trabajo con Él”. Y nuestro vehículo, se moverá grácilmente por la tierra, como dotado de una varita mágica que todo lo ilumina. Y, con un esfuerzo de la voluntad, que con la práctica ya no requerirá mayor esfuerzo, podremos poco a poco hacer nuestras e interiorizar estas palabras del Maestro: “Caminad alegres de corazón, regocijaos, seguid el sendero mas elevado”.

El camión de Ricardo sigue devorando kilómetros. Lleva mercancías aquí y allá. Es parte de la savia que todo lo alimenta y vivifica. ¿Qué tendrá ese camión, que brilla bajo el sol mientras avanza por la tierra?

(Publicado en el blog de Mario Conde el 31.12.09)