Hace unas semanas con motivo de ese breve y precioso viaje por la India nos cruzamos con muchos motocarros en las populosas carreteras de Gujarat y Rajasthan. Son vehículos diseñados para conductor y dos pasajeros y en los que se apiñan, unas encima de otras, 10 ó 12 personas. Los motocarros van a velocidad considerable, emitiendo un zumbido como si el motor fuera a estallar en cualquier momento y llevan su delicada carga humana con gallardía y responsabilidad, a pesar de solo contar con tres ruedas y de que la mitad de los pasajeros tengan que llevar una parte del cuerpo al aire, casi en volandas.

El motocarro de la imagen está lleno de colores y de vida. En él viajan personas como nosotros, con sus problemas y alegrías, con sus dichas y tristezas. Compartimos con estas personas un idioma común, que es el de la sonrisa y el de los gestos. Por milagro de una remota posibilidad, nos encontramos con estos rostros aquí y ahora, en esta tarde del 3 de mayo. Miro esos rostros por primera y casi con toda probabilidad última vez y al ver la variedad de las expresiones, y también su belleza, pienso: “la humanidad merece una oportunidad”.

Hemos visto muchos motocarros en esta calurosa tarde, y a poco que sonriámos o saludemos con nuestra mano, todos sus ocupantes nos sonríen y nos saludan con todo el cuerpo. Así, adelantar un motocarro es una algarabía de sonrisas y de saludos mientras vamos pegando saltos en los baches que jalonan la carretera. Es un espectáculo.

En el motocarro hay mujeres y hombres, jóvenes y mayores. Hay niños y bebés. Todos comparten este trayecto común, y todos nosotros, pienso, compartimos también este viaje mayor, el de nuestro planeta, que se desplaza a 30 kilómetros por segundo en su periplo en torno al sol. “No voy en el motocarro, pero vamos en la misma nave planetaria”, pienso un tanto fatuamente según lo adelantamos. Somos pasajeros de un mismo vehículo, aunque ahora, aquí mismo, yo voy holgado en una furgoneta y en el motocarro van todos revueltos.

En el motocarro hay todo tipo de conversaciones. Voces masculinas y delicadas voces femeninas se confunden con el ruido del motor. El pie de un niño de dos años reposa sobre la barriga oronda de un hombre mayor. Una mujer se agarra a un asa lateral y en ese agarrarse tiene que apoyarse en las narices de una anciana, que no se inmuta. Los más afortunados tienen ventana, pero siempre hay dos o tres que están atrapados en medio, rodeados de brazos, piernas, barrigas y cabezas. Pero todo el mundo parece haber encontrado su acomodo en ese revoltijo de cuerpos y de almas. Las pieles son blancas, marrones, oscuras, cuasi negras y negras, hay una policromía preciosa. Unos hablan, otros callan, unos van serios, otros con cara impenetrable, como si estuvieran en silencio meditando en lo alto de una roca a la vera de un río. Son todos seres humanos y pienso: “qué belleza hay en la humanidad”. Y también: “cuánto heroísmo en las madres que sacan adelante a sus hijos, en todas las madres del mundo”. Me llega un impulso para estar en oración un rato y calladamente oro. Pienso en la imponente calidad de la energía femenina.

Este continente, todos los continentes, están poblados de millones de motocarros que transportan tantas esperanzas y también tanto pensamiento inútil y de sufrimiento. En nuestras ciudades los motocarros son muy amplios, y van con aire acondicionado y ambientador. Pero muchas veces, en vez de conectar músicas celestiales cuando vamos dentro, ponemos radios y debates en los que los humanos se tiran de los pelos y se cogen del cuello, apretándoselo unos a otros como cuando nos pegábamos en el colegio y a veces alguien se ponía de color un poco azul. En los motocarros indios hay una ventaja: no hay emisiones radiofónicas tóxicas, basta con el rabioso sonido de la vida.

Mi buen padre me hablaba de los estribos de los tranvías en los que se desplazaba por Madrid en los años cincuenta, y ahora, al ver estos motocarros, me viene mi padre a la mente en su juventud. Visualizo sus bonitos ojos claros y su cuerpo joven, allí agarrado y en equilibrio bastante estable en los topes del tranvía, yendo de un lado a otro bastante ligero de equipaje, con sus libros de anatomía bajo el brazo. Le veo estudiando y luego trabajando, toda una vida. Más tarde llegué yo y mis hijos, y ahora al pensar en mi padre desde tan lejos, en esta tarde de domingo, en esta carretera, me llega un escalofrío de unidad, de ser parte de un todo, y le mando un mensaje mental, allá donde esté, en los cielos, con una frase muy breve: “¡Gracias por traerme a este mundo, te abrazo desde el alma!”.

Pronto llegaremos a nuestro destino. Me quedan en la retina estos motocarros llenos de corazones y ojos preciosos, llenos de polvo y de humanidad, y con una imagen de armonía a pesar del aparente caos. Pero mirando con más cuidado, veo que estas imágenes no están sólo en la retina, también han pasado al corazón, a la sangre. Me invade un sentimiento de lo sagrado.

Los motocarros siguen circulando por la India, por la vida. Van, vienen, llenos de humanidad, pegados a los caminos. Son como bestias de carga, pero van cargados de una carga preciosa y única: la vida humana. Cargados, también, de esperanza.

Joaquín Tamames
Fundación Ananta
24 junio 2009
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