Pude ver y sentir como el occidental se pudre en sus adentros por falta de humanidad y sensibilidad. Eran puro reflejo de lo que somos aquí en occidente. Insensibles, inhumanos, alejados de todo sentido de existencia. En la falsa en la que vivimos nos protegemos de nuestros excesos a base de ignorancia. Podemos ir de safari tranquilamente ignorando que en el poblado que acoge nuestras armas los niños van descalzos y mueren de hambre. Y en cierta forma, cuando llegamos a Germana vestidos de payaso me sentí cazador, estúpido occidental que llegaba a un lugar extremo sin entender nada de lo que allí verdaderamente ocurría. Es cierto que los niños rieron con nosotros, nos abrazaron, nos cogieron de la mano. Pero nunca sabremos qué ocurrió cuando nos marchamos de allí.

Y es así como Etiopía se muestra como un lugar lleno de contradicciones. El occidental pretende llenar con su gen maldito todo rincón virgen. La plaga que transmite va tomando forma. El asfalto, el lujo, la miseria interna se instala poco a poco en un país que nació puro y sencillo. Podía ver en el afán por construir edificios cuadrados, plagados de asfalto y porquería como el gen maldito se había instalado inevitablemente. Fuera de la gran ciudad, las casas son redondas, sencillas. Hubiera bastado que alguien respetara ese hermoso estilo arquitectónico, primigenio, adaptando alguna modernidad a sus recintos.

Pero allí estaban los niños-ángeles para transformar nuestras vidas y recordarnos la urgencia del vivir. En el poblado abracé a uno de ellos que parecía frágil y que posiblemente, por el tamaño de su estómago y la tristeza de su mirada, estaba a punto de marcharse. Me quedé mirándolo durante un instante. Moriría de hambre crónica, de sed, posiblemente por no haber podido aguantar una estación seca terrible y no tener tiempo de recuperarse en la estación de lluvias. Posiblemente, mientras escribo estas letras, ese angelito esté ya en su cielo, acompañado de la tristeza por todo lo que vio en la Tierra. Habrá hecho su informe celestial con una gran post data a sus arcángeles jefes: “No hay nada que hacer”. Ese ángel que vino a explorar por un instante todo lo que ocurre aquí abajo se llevó la decepción de la raza humana.

Cuando nos vio aparecer en mitad de la sabana vestidos de payaso quizás pensó que veníamos de otro planeta. Cuando nadie nos vio le acerqué una nariz roja y le susurré al oído: “Es para el cielo”. Quién sabe, quizás se llevó la nariz allá arriba. Quizás la post data fuera otra. Algo así como… “Aún queda esperanza”.

Y es que la esperanza es amar. Amar desde el alma. Estar en posesión de una infinita felicidad, de una alegría extrema, de un sentido de permanencia en un cosmos infinito. No deseas más que disfrutar de los anhelos de sentirte vivo, de acariciar el rostro sin voz de ese silencio que penetra profundo en las entrañas. Recuerdo cuando miraba al absoluto, cuando penetraba con una sonrisa la voz quebrada de cualquier momento, de cualquiera de esos niños descalzos, mal vestidos con ropas que nunca se cambiaban porque esas eran su única posesión. En la sabana había niños que nos seguían al paso del coche. Corrían metros y metros con tal de sentir el tacto suave de una mirada. Conspirábamos juntando nuestras manos sin temor a nada. Sentía su calor, su llanto interno, su fragilidad. Había algo en ese tacto que nos llenaba de humanidad. Un amor desde el alma, de igual a igual, lleno de frescura y fortaleza. Había en ese sencillo acto de amor una comunicación de seres infinitos, ilimitados. Había una enseñanza implícita sin prejuicios, sin penas, sin llantos, sin fugaces excusas o exigencias. Había una respiración común, una unión sin límites, un abrazo sentido y estrecho… Quería tanto ser alma… alma de payaso en la sabana, libre y anclado en un tiempo único, en un momento único. Los niños siguen allí, pero el payaso occidental quedó presente. No quería marcharse e hizo un pacto con el universo: sonrisas a cambio de eternidad y presencia. Ojala los niños sigan cantando sus canciones…

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