Me encuentro con una mirada profunda. Los ojos son oscuros, la tez morena. La mirada viene de lejos, de otro año, de otro continente. Está fijada en mi.
No puedo hablar con la persona, pero en el lenguaje de la mirada hay un intercambio sutil, muy sagrado. Los ojos de un hombre mirando. El intercambio de los ojos de este hombre que se encuentran con mis ojos.
Leo su mirada desde muchas claves. Veo una mirada amistosa, amable, del que comprende. Es la mirada del hermano. Pero también puedo imaginar una mirada escrutadora, que me desnuda, que casi me amenaza.
Una u otra mirada dependen de mi, sólo de mi. Si yo miro con afecto, con humanidad, con cariño, la mirada me devuelve ese cariño, esa humanidad. Es una mirada hermosa. Si miro con la sospecha en mis ojos, con la amenaza, la mirada me la devuelve. Comprendo así que la cualidad de esa mirada sobre mi depende de la cualidad de mi propia mirada.
En esa mirada de este hombre del desierto de Libia muy cerca ya del Sudán percibo a la humanidad y al encontrarme con su mirada descubro también mi humanidad. Hay días que queremos dimitir de la humanidad, y también de nosotros mismos. Pero de repente aparecen destellos fugaces de otra humanidad, en la que uno quiere encontrarse con esos ojos, con esa mirada. Es profunda, y en esa profundidad veo nobleza, dignidad.
Algunos (muchos) dicen (vociferan): yo soy de esta tierra, tu de aquella, yo hablo este idioma, tu el otro, yo soy cristiano, tu musulmán, yo soy blanco, tu negro, yo soy rico, tu pobre, mi verdad es más verdad que la tuya: ¡Somos diferentes! Nos quieren meter en pequeñas cajitas-estanco, que son como agua estancada. Nos quieren meter en la pequeña prisión de los prejuicios, de las diferencias. Nos quieren alejar de la humanidad, de nuestra humanidad. Nos quieren tener controlados. Los hombres nos matamos unos a otros por poder, por dinero, por influencias, por soberbia. Y también por las pequeñas diferencias.
Pero los hombres también podemos amarnos.
Dicen que el verbo amar requiere proactividad, requiere hacer el esfuerzo. Cuando estoy en silencio, me es más fácil evocar ese verbo, y proyectar ese amor por la humanidad. Es un ejercicio mental pero poco a poco quiero hacerlo físico. Y amar en cada intercambio que me ofrece la vida…, pues cada intercambio puede ser un trampolín para encontrarme con mi centro, con mi auténtico ser.
El amor ya no es físico. El amor se reduce (se amplía, en verdad) a ver al otro como a uno mismo. A entender el privilegio de coincidir con esa persona (con ese alma) aquí y ahora, un maravilloso milagro de entre todas las posibilidades de encuentro y desencuentro que nos ha dado la evolución… Cada encuentro es ese milagro, ese azar irrepetible. Vale la pena intentar aprovecharlo con la mirada más limpia.
El tuareg y yo seguimos mirándonos en silencio, unos minutos. Yo le miro a los ojos, y pienso en las palabras del Maestro, cuando nos dijo:
“Caminante, amigo, viajemos juntos. La noche está próxima, hay animales salvajes alrededor, y nuestra hoguera puede apagarse. Pero si acordamos compartir la vigilia de la noche, podemos conservar nuestras fuerzas.
Mañana nuestro camino será largo y podemos acabar exhaustos. Caminemos juntos. Tendremos alegría y alborozo. Yo cantaré para tí la canción que tu madre, tu esposa y tu hermana cantaron. Tu me relatarás la historia de tu padre del héroe y sus logros. Que nuestro camino sea uno.
Ten cuidado de no pisar un escorpión, y avísame de las víboras. Recuerda, hemos de llegar a cierto poblado en las montañas.
Viajero, se mi amigo”.
Busco el alma detrás de esos ojos oscuros. Mi vida ha cambiado desde que busco amar en vez de odiar. Algunas veces lo consigo. Entonces comprendo.
En momentos de oscuridad, pienso en esa mirada, en otras miradas. Esa mirada pone a mi ego en su sitio. Esa mirada me acerca a la libertad. Que nuestro camino sea uno.
27 septiembre 2009
Joaquín Tamames
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