Mi hijo pequeño ha cumplido 12 años hace unos días.Todos los días nos damos un abrazo en el que no hay ninguna expectativa más allá de expresar la alegría de encontrase el uno con el otro. Estos doce años han sido para mi años felices y plenos. Todavía en esta edad me dice: “te quiero muchísimo” y “eres el mejor padre del mundo”. Yo le sonrío y con la mirada intento transmitirle cuánto le quiero. Es precioso como el Principito de Saint Exúpery y le adivino como un alma pura y limpia. Por la mañana, al levantarme, doy gracias a Dios por mi hijo. Por la noche, antes de dormir, vuelvo a dar gracias, y le mando los mejores pensamientos. Antes de dormir le pido siempre que piense unos instantes en los grandes seres, para que le inspiren y fortalezcan en sus sueños.

Su voz de niño es una melodía, cada palabra, cada frase, es un regalo para mi. Intento capturar y guardar su voz en mis adentros. Intento hacer que cada momento se quede grabado para siempre para así llevar un tesoro en mi interior, allá donde vaya o donde me lleve la vida. Es un sol que llevo en mi interior y que luce siempre.

Mi hijo mayor ya casi tiene 20 años. Es alto y más fuerte que yo (esto es fácil), y también más inteligente. Como al pequeño, le percibo honesto y limpio de corazón. Está en esa edad en la que ya me recomienda libros, libros complicados de política internacional y de sociología, que no desmerecerían de nuestras discusiones en el blog. Vamos juntos al cine, y me sorprende con sus comentarios finos y profundos. Viajamos juntos por el mundo, y siempre va tomando notas y dibujando escenas. No para de trabajar, y yo pienso: “con este tío aprendo muchísimo, me iría al fin del mundo”. Se me hizo mayor un día de 2005, cuando estábamos en alta montaña, caminando a 5.000 metros de altura en una travesía que se tornó difícil por una inesperada nevada. Yo flaqueaba y me resbalaba en el hielo, pero delante marchaba él marcando el camino, y yo fijaba mi vista en sus botas delante mío siguiendo su andar seguro y consciente. Ese día pensé: “estoy en buenas manos”.

Su voz es ya de hombre. A veces añoro la voz y las formas del niño, sus brazos y figura delicada. Su sorpresa en el zoo al ver, por ejemplo, un flamenco apoyado en una sola pata, o las rayas del tigre; el reencuentro la primera vez que durmió fuera de casa y se sintió feliz de verme; así sucesivamente, es una moviola sagrada de hermosos recuerdos, todos ellos. Hoy ya es un hombre hecho y derecho: me gana al ajedrez, y si hacemos un pulso le aguanto sólo dos o tres segundos. Pero también nos abrazamos de vez en cuando y en ese abrazo percibo que estamos unidos más allá de la sangre. Sus veinte años también han sido para mi felices y plenos, viéndole crecer. Me pregunto si Dios me considerará pesado por darle tantas veces las gracias por mi hijo.

David es un niñito de tres años. El 23 de abril, hace apenas dos meses, ha muerto atropellado por el tractor de su abuelo. Su maestra, Belén, me ha escrito estas líneas:

“Hola Joaquín, me llamo Belén y trabajo como maestra de educación infantil en un pueblo de Lugo, en Villalba. Este curso mis alumnos son de tres años. Y ayer por la tarde uno de ellos, David, tuvo un accidente con el tractor de su abuelo y falleció. Qué duro y qué difícil es un suceso de este tipo, aunque sepamos que estamos de paso y tenemos que marchar. Un abuelo destrozado, pidiendo haber muerto él, y una madre desesperada preguntándose mil veces ¿por qué? ¿por qué? No hay palabras, sólo un dolor infinito. Y al llegar a casa hoy y leer tu correo del sol, pienso en esta mañana sin niños en el aula: miro sus trabajos, todo lo que pintó y dibujó estos meses, y sólo hay garabatos, rayas de muchos colores o sólo de uno en todos los folios, aún era muy pequeño. Pero ayer, ayer por la mañana él dibujó dos soles muy grandes, con caras riéndose. Era la primera vez que hacía un dibujo concreto, la primera y la última, y tenían que ser soles. Que el amor y la paz lleguen a esta familia destrozada”.

Me llega este correo según estoy con mis hijos, y sin que lo noten les pido quedarme solo. Pienso en David, en la madre, en su abuelo, en Belén, en mis hijos, en la humanidad y su incesante dolor. Pienso que la madre de David no podrá verle crecer como yo he visto crecer a mis hijos. Su dolor es el de la humanidad. Frente a este dolor no hay aspirinas. Ella está ausente. Sufre como nunca ha sufrido. Ha llorado tanto que no le quedan lágrimas, se ha secado por dentro.

Han pasado casi dos meses. Belén, la maestra de David, me manda de vez en cuando una nota, a cual más bonita y esperanzadora. Le han llegado muestras de apoyo y de solidaridad, que agradece. El dolor sigue siendo punzante, pero ya es posible pensar en David con alegría, aunque el llanto vuelva.

Pienso en mi felicidad estos veinte años, y en el dolor de la joven madre de David, y el de todas las madres y padres que no pueden ver crecer a sus hijos. Algo está cambiando en mi práctica diaria, pues ahora, al dar gracias por mis hijos, vienen a mi mente todas estas madres y padres y pido al cielo que tengan fuerza para seguir; y que algún día, cuando como dice el mantram, “el dolor traiga la debida recompensa de luz y de amor”, sean ellos los primeros en recibir esa luz y ese amor, y que esa luz y ese amor ya no les abandonen nunca.

Cuando estoy lúcido, en esos momentos en que la mente está lejos de la tierra, en los que de repente se conecta la Mente Grande y se desconecta la mente pequeña, en los instantes en que toco mi centro, me doy cuenta que David y todos los niños y todos los seres humanos son en realidad nuestros hijos y nuestros hermanos. En esos momentos, fundo mi alegría con la tristeza de la madre de David y aparece como síntesis una nueva esperanza. Y gracias a esta esperanza intento hacer una cierta alquimia: cómo pasar parte de mi felicidad a la corriente sanguínea de la madre de David y de tantas madres, para mitigar su dolor. Me gustaría poder hacerlo. Por ahora sólo puedo hacerlo con el pensamiento.

Aquella tarde de abril la maestra Belén y yo rogamos al cielo que nos ayude a guardar en nuestro corazón como un tesoro los dos soles que David pintó la mañana previa. Los soles de David con sus caras sonrientes brillan y brillarán y nos dan esperanza, pensé aquel día, para animar a Belén, para animarme. Y también, que ese dolor infinito no se pierda y eleve nuestra consciencia para sacralizar la vida. Porque todos somos hijos de todos, y hermanos de todos, aunque nos cueste tanto verlo, aunque nos sea tan difícil practicarlo.

Que David (nuestro hijo) y sus soles nos ayuden a entenderlo, esa es mi oración.

Joaquín Tamames
Fundación Ananta

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