Desde luego si hay algo difícil de practicar es el amar al enemigo como a ti mismo, llevando la célebre frase de Jesucristo a su extremo más complicado de poner en práctica. Amar, desear lo mejor, bendecir, a los seres queridos o incluso a los próximos y afines, como ya he dicho varias veces, no tiene mérito por ser esta actitud lo normal y natural no sólo en la especie humana sino también en la animal tal como se puede comprobar a nada que nos fijemos en sus costumbres “sociales”.

Así que cualquier buscador sincero de ese algo tan intangible que cada cual puede llamarlo como más le apetezca, llega a una fase de su búsqueda en la cual se plantea la gran contradicción de repetir consignas encaminadas a proclamar el amor a todos pero sin embargo ser incapaz de interiorizarlo cuando se siente ofendido o atacado por un semejante, sintiendo la natural aversión humana hacia el causante de la afrenta, de la injuria, del desprecio o de la injusticia.

Estos efectos pertenecen al mundo de las emociones, que en su nivel superior son mucho más limpias pasando a ser sentimientos, como el sentimiento del amor, pero que en los niveles más inferiores, en los más densos, son las emociones propiamente dichas, donde el odio, el rencor, el ánimo de venganza, son expresiones naturales cuando uno se siente atacado u ofendido.

De esta forma llega un momento en el cual el buscador sincero se encuentra entre ambas aguas, por una parte su aspiración a no odiar, a amar incluso a sus enemigos; pero por otra parte se encuentra con la triste realidad de la tiranía de sus emociones que le impelen a todo lo contrario.

La clave para comenzar a superar esta demoledora contradicción para el buscador sincero puede encontrarse en la frase “al principio fue una decisión activada por la voluntad alimentada por una sincera intención”. Fórmulas que se pueden aplicar de diversas formas y que en principio tan sólo serán un mero reflejo de la intención con más o menos voluntad que no impedirán que las emociones negativas sigan imperando, pero todo principio de cualquier cambio sustancial comienza así.

En mi caso particular, llevo casi 20 años, al principio tenía que hacer de tripas corazón, y nunca mejor dicho, llevo casi 20 años, decía, deseando que a la persona que haya podido ofenderme o jugarme una mala pasada, le vaya todo bien y sea feliz, imaginando al mismo tiempo que un halo de luz le llega desde arriba envolviéndole y nutriéndole de todo aquello que pueda contribuir a su felicidad y crecimiento personal.

Este ejercicio al principio es muy duro de llevar a cabo porque la emotividad o el odio se rebela contra ese deseo de bienestar para tu enemigo, pero si la voluntad se mantiene firme, y erre que erre todos los días ocupas un tiempo en estos pensamientos, los efectos benefactores, no para tu enemigo, que no lo sé, pero sí para uno mismo comienzan a ser imparables; hasta que llega un momento en el cual ya no se siente animadversión para los ofensores sino una sensación muy parecida a la que se pueda sentir hacia un niño un poco bobo o travieso de tres o cuatro años.

Supongo que todos estaremos de acuerdo en que una persona normal no puede sentir odio a un niño de esas edades, lo cual no quiere decir que por eso se le vaya a permitir hacer lo que quiera y mucho menos si es lesivo para los demás; será necesario corregirlo y explicarle e incluso afearle su conducta, pero sin que por parte del reprendedor haya el menor atisbo de odio o de desearle lo peor.

Esta actitud adquirida gracias al ejercicio diario de enviar energías positivas a la persona ofensora, no sólo tiene los efectos descritos sino que además al no tener ninguna emotividad negativa hacia él, más bien un sentimiento comprensivo de las limitaciones naturales de la edad, produce que la ausencia de esa negatividad refuerce la visión objetiva del problema siendo más eficaz en la labor explicativa o educadora si se quiere.

Así que aunque sea sólo por los efectos que produce en uno mismo, bien vale la pena la práctica de la bendición al ofensor aunque al principio sea tan complicado de realizar; pero de efectos francamente “mágicos”.

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