Hablamos mucho sobre la paz, que no es necesariamente el opuesto a la guerra. Hace unas semanas recordaba Prem Rawat en Barcelona que la paz solo puede definirse como un estado interior de armonía y comunión, y que más allá de esta definición como estado del ser, el consenso es imposible. Para unos (ilustraba Rawat) la paz significa que el perro del vecino no ladre por la noche, para otros vivir un poco más lejos de la autopista y recuperar cierta calma, para otros cambiar de trabajo y perder así de vista a un jefe abrasivo, y así sucesivamente, de tal manera que cada uno de nosotros tendríamos una definición distinta de la paz y nunca nos pondríamos de acuerdo.
En muchos círculos hablamos permanentemente de la paz interior como único camino para lograr la paz exterior. Defendemos buscar la paz en nuestro interior, pase lo que pase en el exterior. Coincidimos en que bajo la superficie puede haber mucha paz aunque en la superficie todo aparezca agitado, incluso violentamente. Por eso unas tradiciones hablan de traer la mente a casa, otras de mirar en nuestro interior, otras de contactar con el alma, y así sucesivamente. Paz interior como equivalente a despertar la consciencia, despertar a nuestra verdadera naturaleza espiritual. Nada que objetar y plenamente de acuerdo. Esta paz es la auténtica, la que perdura, la que nos permite alcanzar y afianzar cotas de serenidad y de aceptación, la que nos conduce al camino de la sabiduría. Es la paz que sin duda hemos de buscar puesto que además solo depende de nosotros.
Pero también es preciso no olvidarnos de la paz como ausencia de guerra, aunque esta paz no sea la paz auténtica y solo pueda definirse tan simplemente, tan limitada y pobremente, como eso: como ausencia de guerra y de violencia, por mucho que sea una paz imperfecta, una pax humana, llena de limitaciones e injusticias. Y quiero hablar de esta paz a medias porque la guerra es el gran fracaso humano, es la gran estafa humana, y hay lugares en el planeta que durante décadas y décadas no han tenido ni tienen acceso a esta paz tan frágilmente definida, pero aún así infinitamente mejor que la espantosa guerra.
Escribo hoy estas líneas a propósito del bonito homenaje que Darío Valcárcel ha hecho (http://www.abc.es/20100819/opinion-colaboraciones/generosidad-afganistan-20100819.html) a los diez cooperantes americanos asesinados en Afganistán hace unas semanas. Y las escribo para sumarme a ese homenaje (no puede ser de otro modo) pero también para denunciar. Lo que quiero denunciar es la guerra como método de resolución de los conflictos humanos. No es nada original ni nada innovador, y probablemente sea altamente ingenuo. Pero quiero denunciarlo una y otra vez. Es más, necesito denunciarlo.
La última de las guerras en Afganistán cumple en octubre nueve años. Las cosas no parecen ir bien, por citar sólo algunos indicadores: (1) los taliban se han reforzado; (2) los muhayadines y señores de la guerra responsables de la guerra civil 1992-96 campan a sus anchas en el parlamento afgano; (3) se han producido terribles masacres a la población civil (se calculan más de 10.000 muertos, la mayoría en “daños colaterales” y atentados, y las mutilaciones ascienden también a miles); (4) la ayuda exterior, estimada en 29.000 millones de euros, se ha evaporado en gran parte (sólo en los últimos tres años han “desaparecido” del aeropuerto de Kabul bienes procedentes de la ayuda exterior por importe de 2.400 millones de euros, según el Financial Times, una media de 800 millones de euros al año); y (5) existe el riesgo de ampliar la guerra a Pakistán, donde aparentemente se ha ocultado Bin Laden.
Podríamos seguir.
Estados Unidos acaba de aumentar su contingente en Afganistán en 30.000 hombres, un coste adicional de 30.000 millones de dólares al año. Y consciente de las masacres que sobre la población civil están causando las acciones militares aliadas, el mando habla de un cambio de estrategia para “ganarse las mentes y los corazones” de la población. Es la misma frase que utilizó Lyndon Johnson en una de las escaladas de la Guerra de Vietnam cuando se justificaba la destrucción completa de un pueblo “precisamente para salvarlo”.
No hemos avanzado mucho. Los señores de la guerra siguen dirigiendo la agenda mundial. Pienso que no debemos mirar a otro lado y debemos manifestar nuestra opinión en contra, aunque solo tenga valor testimonial y aunque corramos el riesgo de equivocarnos. Hay que cuestionar a nuestros políticos y a nuestros gobiernos, que siguen comprando y dilapidando en armamento aunque una parte creciente de la población mundial viva en la más absoluta miseria. Me uno al homenaje de Darío Valcárcel a esos diez seres humanos valientes, entregados, nobles, que han dejado la vida en Afganistán bajo las balas de unos fanáticos. Guardaré su ejemplo en mi corazón siempre. Pero denuncio a los gobiernos y a los líderes que no son capaces de trascender la visión estrecha de los asuntos humanos y que son responsables, una y otra vez, de nuestra caída al infierno.
Joaquín Tamames, 19 de agosto de 2010