Desde el avión de regreso a Madrid, ahora que todavía tengo recientes todos los intensos momentos vividos, voy a intentar expresar en unas líneas lo que ha supuesto para mí esta mágica experiencia. La mayoría del grupo ya sabrá a qué me refiero, pues me escuchasteis algo de ello cuando, pocas horas antes de que el viaje a Kolkata tocara a su fin, María y Antonio (esos dos ángeles que son los ojos y las manos de la Fundación en la ciudad), nos pidieron que comentáramos en alto cómo estaba siendo nuestra experiencia. En parte es lo mismo que también dije frente a la amable cámara de Jesús (chapeau, amigo, menudo trabajo, y lo mismo les digo a Olga y Chester), por lo que sé que voy a ser algo repetitivo. Pero, aun corriendo ese riesgo, lo quiero decir de nuevo, no porque tenga especial trascendencia, que para eso escuchamos comentarios mucho más sensibles y profundos. Lo hago porque la emoción de ese momento me impidió terminar mi intervención y me faltó decir un par de cosas que considero no debo dejar en el tintero. En esa reunión habría podido seguir balbuceando palabras sin que nada se entendiera, pero en ese caso las niñas de Anand Bhavan se habrían asustado al escuchar los llantos de un hombre ya talludito como yo (sí, soy un llorón), y se habría venido abajo toda mi fama injustamente ganada como cuarto finalista en el juego de la silla.

Además, no quiero dejar de poner por escrito esta experiencia para que me sirva de referencia cuando tenga que contársela a mis hijos, familiares y amigos. Y, como, por lo demás, es mi testimonio de agradecimiento, tampoco creo que importe que lo repita una o mil veces.

 


A lo que iba, que me enrollo…

 

La primera impresión que tuve de Calcuta, perdón, Kolkata ya, fue que era una ciudad que parecía haber sido bombardeada no hace mucho y que todavía no había podido ser reconstruida, o que estaba en guerra o acababa de estarlo. Edificios medio derruidos, aceras destrozadas, suciedad y negrura por todas partes. Éxodos enormes de gente que va de un lado a otro como si estuvieran huyendo de no se sabe qué, en toda clase imaginable de vehículos. A pie, en carros tirados por vacas o bueyes (los caballos y los burros no abundan por aquí, y menos estos últimos); en los famosos ricksaws (no sé si se escribe así, son esos carros arrastrados por una persona a pie); en bicicletas, con y sin remolque de carga o pasajeros e incluso sirviendo como autobús escolar; motos de todas clases, nuevas y viejas, incluidas las viejas motoretas de tres ruedas con cabina cerrada que llevan dentro un número indeterminado de personas. Autobuses a reventar, la mayoría del año 50 o quizás antes, de madera y pintados como carromatos de feria; camiones de la misma época y similar decoración, a los que entonces se les debieron fundir los faros, porque casi ninguno los usa, y finalmente coches, el cincuenta por ciento de ellos taxis, todos del mismo modelo vintage años sesenta en amarillo, y unos pocos utilitarios japoneses o de la casa Tata, con alguna honrosa, sorprendente y lujosa excepción. Todos, como decía, parecen estar huyendo despavoridos de esa supuesta guerra. Pitando en todo momento, como si llevaran un enfermo grave a un hospital. Cruzándose entre ellos, sin respetar un semáforo, adelantándose por la izquierda (carril por el que conducen, por la gracia de H.M. The Queen) o por la derecha, y si es necesario el arcén, haciendo continuos alardes de pericia al volante.

Lo siguiente que pensé fue que el tiempo se había detenido en esta ciudad. Parece que uno se ha trasladado al año 50 o 60 como mucho en algunos sitios.

También llama la atención, y no podría ser de otra forma, la pobreza, la extrema pobreza de la gente, de demasiada gente. Sólo en Calcuta, perdón, Kolkata, creo que hay unos dos o tres millones de personas en esa situación de extrema pobreza. Muchos de ellos viven en la calle, descalzos, sin casi vestimenta, comen (lo que y cuando pueden) y duermen también allí, al raso; se lavan y hacen sus necesidades igualmente ahí mismo. Pero luego hay otros muchos que también (mal)viven en edificios abandonados, situados en barrios ahora marginales, aunque aquí la excepción son los que no lo son. Sí, en esos mismos edificios que aparentemente habían sido destrozados y abandonados tras un bombardeo, y ahí se meten un montón de familias a razón de diez personas por habitación. O en chabolas, chamizos o similares construcciones ilegales en los llamados slums, que compiten en miseria con los anteriores, aunque en este caso ganan los dos.

Lo siguiente que te llama la atención es que muchos barrios están plagados de basura. La gente más cuidadosa barre los frentes de sus casas y aleja la que tiene cerca unos pocos metros más allá, pero ahí se queda sin que nadie la recoja. No he llegado a ver un camión de recogida de basuras en los seis días que estuvimos, por lo que no sé siquiera si existen. Hay grandes parques llenos de bolsas de plástico, botellas y latas de refrescos, restos de comida, etc.

Y, sin embargo, los indios no son sucios. Se lavan a diario, incluso los que carecen de hogar, en el río, o en cualquier desagüe cercano, con mucho pudor y cubiertos de un simple calzón, aunque a la vista de todo el mundo.

Cómo no, llaman también mucho la atención los olores de esta ciudad, aunque no en todas partes, claro. Se trata de una mezcla de podredumbre y aromas de comida (generalmente picante o especiada), con ciertas dosis del inconfundible pachuli. Eso y la polución atmosférica que asola el paisaje, generando una especie de neblina que a veces es agobiante.

Pero, en el otro lado de la balanza, también llaman la atención muchas cosas buenas. El color de las vestimentas de las mujeres, o el de las flores del mercado de ese nombre, es una preciosidad. Aunque, para mí, la más importante es la amabilidad y simpatía de la gente, que no para de sonreír a cualquier estimulo positivo. Y sobre todo, la sonrisa de los niños y niñas. También me sorprendió agradablemente lo guapos y elegantes que se ponen con sus uniformes para ir al colegio, todos ellos repeinados e impecables, aunque salgan de la más humilde chabola del slum. Es increíble también la serenidad, paz y resignación con la que los habitantes de la ciudad más desfavorecidos asumen el destino de sus vidas, aunque este sea el que hemos visto.

También llama la atención que no exista la delincuencia. Puedes atravesar el barrio más pobre con tu cámara o móvil última generación en la mano, que el mayor riesgo que tendrás será que se te gaste la batería de todas las fotos que habrás hecho, con el amable permiso de la gente, que por respeto les debes pedir. No hemos sufrido ni una mala cara, ni un mal gesto, ni una situación del menor riesgo o peligro de robo, y eso que hemos acudido a los barrios más desfavorecidos de toda la ciudad.

Eso me lleva a hablar de la obra que la Fundación Ananta está haciendo en esta ciudad, de la mano de una organización india, llamada Seva Sangh Samiti. Pudimos ver in situ varias de las obras sociales que aquélla promueve o apoya: el consultorio médico, en el que atienden gratuitamente a unos 25.000 pacientes al año con varias especialidades, a cual más necesaria; la guardería, con unos veinte o treinta niños y niñas que son unos angelitos, a los que dan las primeras pautas de educación durante varios años, de las que carecerían de lo contrario por falta de medios; el taller de artesanía textil para mujeres, con escuela de formación incluida, para dar la oportunidad a aquellas que, teniendo esa habilidad, no podían dedicarse a desarrollarla también por falta de medios y sólo se dedicaban a atender su hogar, pudiendo ahora compatibilizar ambas tareas, de manera que además ayudan en casa con unos pequeños ingresos.

Y, por último, está la casa de Anan Bhavan, en la que viven 30 niñas procedentes de familias en situación de extrema pobreza, a las que se las da una formación integral, completando la que reciben en el colegio al que acuden, el cual se les financia, con clases de apoyo, como inglés o informática, por ejemplo, desde los 12 a los 17 años para que, cuando salgan de allí lo hagan convertidas en mujeres con una formación sólida que sean capaces de sostener u ordenar un hogar. Y que ayuden a ir transformando poco a poco su mundo a través de la educación, pero desde dentro, que es de donde vienen, ya que tampoco se les aparta de sus familias, que las visitan una vez por semana y están al tanto y participan en la evolución de su formación, en la medida de sus posibilidades, pues muchos de sus padres no saben siquiera leer.

Las niñas son una monada, alegres, simpáticas, juguetonas, divertidas, cariñosas, educadas… Un primor.

Prunita es la directora del centro y una mujer excepcional, como lo son todas sus ayudantes y profesoras. Y también lo son los miembros de Seva Sangh Samiti, cuando llevan más de cuarenta años haciendo esa labor social.

Y qué decir de María y Antonio, que son los que están al pie del cañón, dando el callo. Ella, a mata caballo entre España y la India, y él allí en Kolkata a todas horas, ambos dedicados full time en cuerpo y alma a este proyecto. Son el perfecto complemento de la importante labor que Joaquín, José Luis y otros hacen desde Ananta en Madrid; como decía, sus ojos y sus manos en Kolkata.

Entre todos, aunque personalice un poco en ellos por habernos aguantado allí estos seis días, han hecho que el viaje sea perfecto e inolvidable para todos nosotros en todos los sentidos y les doy las gracias de corazón.

Para que veáis cómo son, os cuento un simple detalle anecdótico: cuando sólo quedaban dos horas para irnos a Madrid, se me ocurrió la feliz idea de comprarle unos vaqueros Levi’s a mi hijo (bueno, y otros para mí, aunque quede como si no hubiera aprendido mucho del viaje, pues mi vena consumista ahí sigue); todo porque me ahorraba unos eurillos y cumplía con el único de mis vástagos al que no llevábamos nada de regalo. Tenían la cena organizada y el tiempo justo. Pero si íbamos después de cenar la tienda estaría cerrada. Pues la pobre María, cargando con una mochila que no habría podido facturar en ningún avión por exceso de equipaje, ni tampoco me permitió cargar a mí, se pegó una carrera de unos 2 km. para acompañarnos a la tienda, mientras Antonio organizaba el cotarro de la cena y, por si fuera poco, cuando llegamos estaban cerrando y se tuvo que tirar al suelo en plancha bajo la persiana  para conseguir convencer con su habitual encanto al Dada (forma respetuosa de dirigirse a un señor) para que nos dejara entrar, y así poder luego regresar a la cena y más tarde a España con los famosos pantaloncitos.

En fin, que aparte de dos bellísimas personas, son dos verdaderos fenómenos en su trabajo. Enhorabuena a los dos y GRACIAS de nuevo y siempre.

Tampoco me quiero olvidar de los dos artífices de la Fundación Ananta en Madrid que encabezaban además el grupo, Joaquín y José Luis, dos personas encantadoras, a las que he tenido la suerte de conocer en el viaje. Enhorabuena y espero que sigamos en contacto por muchos años.

Y no puedo olvidarme de mi querido amigo, mi hermano del alma, Ignacio, otro Santo varón, que ya es uno más en esta maravillosa Fundación y el responsable directo de que Lorena y yo hayamos podido conocer esta increíble ciudad y también al maravilloso grupo de gente con la que hemos vivido esta inolvidable experiencia. Gracias, una y mil veces, querido hermano.

Y ya que estamos, qué decir del grupo… Con vosotros, amigos, ya sabéis, al fin del mundo. Después de este viaje, ya podemos ir a adonde sea, que lo pasaremos bien siempre. Espero también que, entretanto, nos sigamos viendo, y tampoco os olvidaré nunca a ninguno. Sois todos unas maravillosas personas y además me he divertido como pocas veces en mi vida.

Parte de la culpa de esos momentos divertidos también la tiene el conductor del bus, al que tampoco creo que olvidaremos nunca, pero esa es otra historia…

Bueno, voy a ir terminando donde me quedé ayer atorado. Como os decía, a mí me encanta Dominique Lapierre, el escritor; de hecho, es uno de mis héroes, no solo por su obra escrita, por la que quizás no sea merecedor del Premio Nobel de Literatura (igual sí del de la Paz o de la Bondad, si lo hubiere…), aunque a mí me parece que tiene una gran sensibilidad y está escrita con el corazón. Pero le admiro aun más por su propia vida y su infinita generosidad, que se parece mucho a la de las personas de las que vengo hablando en estas, ya no breves, líneas. Joaquín, como fundador de Ananta, creo que podría servir como ejemplo de persona parecida.

Pues bien, yo leí aquel famoso libro de Lapierre sobre esta ciudad, ya sabéis el título, hace unos treinta años (hay que ver, cómo pasa el tiempo), cuando ni en el más increíble de mis sueños hubiera imaginado que iba a llegar a conocer Calcuta (por aquel entonces todavía se llamaba así o nosotros la conocíamos por ese nombre). Me gustó y me impresionó mucho. Pero ha sido ahora, después de estar aquí y ver cómo sonríen los niños por la calle, y también los mayores; después de observar cómo es la vida en este caos material que tiene también su orden espiritual, cuando entiendo el título de aquel hermoso libro. Ahora entiendo por qué, Kolkata, a pesar de ser o parecer un enorme vertedero, una ciudad sucia y abandonada, medio derruida como si la hubiera arrasado una guerra o un bombardeo, y más pobre y contaminada que pocas en el mundo, es, aún así y sin duda, la Ciudad de la Alegría.

Y, parafraseando de nuevo al maestro Lapierre, vuelvo a repetir que Prunita, María y Antonio, pero no sólo ellos, que ahí es dónde se me cortó el chorro de voz ayer de la emoción, sino todos los que colaboran o colaboráis en esta increíble aventura (que en el grupo hay unos cuantos), sois ya Más Grandes que el Amor.

Ojalá pudiera aprender aunque sólo fuera una parte de lo que vosotros lleváis dentro.

En el plano espiritual, tengo que deciros que yo no soy nada religioso, pero aun así me emocionó mucho estar en Casa Madre, como llamáis vosotros al Centro de la Madre Teresa. No hay más que ver la zona en que está situada para darse cuenta de la labor que ella y todas las que continúan con su obra, hacían y siguen haciendo con los más necesitados. Es admirable.

En fin, que hacer este viaje, haber estado en esta ciudad, que llevaré siempre dentro de mi corazón, me ayuda mucho más a mí de lo que yo nunca podré ayudarla a ella. Aun así, en lo sucesivo haré todo lo posible, en la medida de mis posibilidades, para intentar devolverle a esta increíble ciudad y a los que sois ya parte de ella el valor de la preciosa lección que me ha/béis dado estos días y espero que no se me olvide nunca (*).

Estoy seguro, en ese sentido, de que Kolkata hace mejores personas, e intentaré aprovecharme de ello.

Gracias y un fuerte abrazo a todos.

Y ¡gracias, Kolkata!

(*): A pesar de los Levi’s…

 

Urbano Rubio, 7 febrero 2012