Era un yogui que había alcanzado una edad muy avanzada. En su ancianidad mantenía la consciencia siempre lúcida y siempre estaba tan sosegado que irradiaba esa bendita quietud. Vivía en el bosque y a menudo iban a visitarle jóvenes con inquietudes espirituales. Un día, acudieron a visitarle yoguis de tierras lejanas, que tenían noticias de su contagiosa quietud. Llegaron, le saludaron y dijeron:
Venerable yogui, hemos escuchado hablar de tu inquebrantable serenidad. ¿Cómo has vivido para ello?
El anciano de apergaminado rostro, pero ojos luminosos y profundos, repuso:
Con lucidez y compasión; pero algo más, queridos míos: he vivido siempre de instante en instante. Si hago mis abluciones, hago mis abluciones; si lavo los utensilios, lavo los utensilios; si doy un paseo, doy un paseo, y si me muero, me muero.
Y se murió.