Se esconde la nieve en el valle, se eclipsa tras los colores cotidianos. La tierra la bebe a grandes sorbos, no sin antes dejar en nuestro recuerdo su mensaje de pureza. Calla y marcha tras la impronta de su poderío con el que inunda e iguala todo; se retira sin mediar aviso, con el mismo sigilo que cuando se apoderó de nuestros campos y pueblos, fría alborada en la que intuimos su presencia tras las cortinas.
Se despide la nieve del valle pero aún nos aguarda en la sierra. Las hojas acristaladas crepitan bajo el peso de la bota por su piel helada. Vestida la montaña de nieve, cierto pudor nos sacude al horadar su blanca espesura. Saturados por el “trajín” de la urbe nunca hemos necesitado tanto de ella, de su silencio, de su hermosura, de avanzar hundiendo las piernas hacia su cumbre.
En el ascenso tranquilo y maravillado vamos venciendo el recelo de romper esa intimidad de la montaña consigo misma, de rasgar su velo de bruma y estampar en la nieve una huella que no siempre le fue amiga. Con acopio de elevados sentimientos por permiso, la hollamos en silencio.
Ducha de copos bajo el roble en el que tomamos apoyo, la nieve se desmorona por doquier cansada de equilibrios en las alturas de la arboleda. El sol araña los copos que a duras penas sostienen las ramas, hasta que los precipita hacia los suelos. Irrumpe ya de mañana el astro en la blancura esparciendo un brillo diminuto sobre la nieve, desenrollando su refulgente alfombra que nos eleva a otros mundos.
La montaña es símbolo de poder, a causa de la idea de estabilidad que le es propia, estímulo de elevación, constante desafío de superación personal, invitación a una mirada más justa y ancha… Más cubierta de blanco, la montaña, se mete hasta dentro de nosotros y su seducción no es sólo de los sentidos, su embrujo es ya del alma. La ascensión por la nevada arboleda, no es prueba tentando músculos y pulmones, sino invitación a que el espíritu también escale, calce botas y remonte cada vez más alto, más allá del lodo que le salpica en sus valles cotidianos.
Los buitres merodean las enormes peñas en las que culminan nuestros esfuerzos. No rehuyen al hombre. Pasan con dulce silbido sobre el cresterío rozando las rocas con sus alas, avivando nuestra fascinación con su elegancia señorial, empaque suavemente empujado por el frío aire de las alturas. Allí ejercen ese a veces sutil, a veces férreo dominio sobre el paraje y sus criaturas. Gobiernan orgullosos en su planeo y ni siquiera nos buscan en su amplia mirada.
Algún tiro lejano recuerda que el mundo sigue allí abajo, que el ruido aguarda al final de los mismos caminos, que en algún lugar cede el hechizo de la montaña. Insiste el eco con más detonaciones: persuade el hombre interrumpiendo la vida que aletea, deteniéndola, cortándole una y otra vez el paso en las alturas. Avisa el eco que el mundo sigue allí, donde lo dejamos abajo, en buena medida ajeno a tanta maravilla como nos recrean las cumbres, perezoso por remontar el blanco de las alturas, el manantial de belleza de la sierra.
Necesitamos cerca a la montaña, su remanso de paz, sus inquilinos salvajes. Saber que está ahí, que desde su cumbre la realidad siempre es más precisa y transparente, más sencilla y a la vez profunda. Basta penetrarla en silencio para que ella también se sincere, para que nos susurre su magia. Rodeada y cercenada por asfalto, herida por pistas, coronada de antenas…, la montaña necesita también de solitarios caminantes con quienes compartir sus secretos. Tan sólo pide unos pasos respetuosos para convertirse en lugar de conocimiento, en templo sagrado.
El valle despliega ante nuestros ojos, su ya verdeante antesala de civilización. A la espalda, sola y soberbia la sierra nevada. La despedimos con guiño hacia la cumbre. Alcanzamos el caserío con nuestra mirada prendada de su nostalgia, abandonando en la arboleda desnuda la promesa de retorno temprano.
La Redacción
Fundación Ananta