La compasión es una de las más bellas, nobles y profundas cualidades del alma humana. Si todos entendiéramos que somos una familia de criaturas sintientes y que a todos nos gusta la dicha y a ninguno la desdicha, no sólo evitaríamos cualquier perjuicio a los otros, sino que en lo posible trataríamos de socorrerles y ayudarles en todos los órdenes que nos fuese posible. No habría lugar para dañar a los otros, porque sabríamos vivencialmente que “al herirte, me hiero”. Seríamos cooperantes en el sentido más amplio de la palabra y la actitud de compasión prevendría contra todo tipo de injusticias, desigualdades, odios y crueldades. No ha hablado ni un solo maestro que no apelase al desarrollo más alto de la compasión. Jesús, por ejemplo, invitándonos a poner la otra mejilla, y Buda incluso invitándonos a exhalar nuestra compasión hacia aquellos que nos perjudican o dañan. Exhortaba a irradiar benevolencia incluso hacia los bandoleros y a inundar el mundo de pensamientos de infinita amistad. A su hijo Rahula habría de aconsejarle del siguiente modo:

 

“Desarrolla la meditación sobre la benevolencia, Rahula, pues con ella se ahuyenta la mala voluntad. Desarrolla la meditación sobre la compasión, Rahula, pues con ella se ahuyenta la crueldad. Desarrolla la meditación sobre la alegría compartida, pues con ella se ahuyenta la aversión. Desarrolla la meditación sobre la ecuanimidad, Rahula, pues con ella se ahuyenta el odio”.

 

La compasión es el maravilloso sentimiento que nos permite identificarnos con el sufrimiento ajeno y descubrir y atender las necesidades de los otros. Por compasión queremos evitar cualquier riesgo y desdicha a los demás y, por el contrario, procurarles bienestar.

Hay dos tipos de compasión: la estática y la dinámica, siendo ésta última la verdadera. La estática es la que hace que la persona sienta tristeza o pena por las desgracias de los otros, pero no pasa de ahí; no es una compasión auténtica. La dinámica es la que no sólo consiste en identificarse con el sufrimiento ajeno, sino en tratar de poner los remedios para poder mitigarlo.

La compasión es un sentimiento muy profundo y va surgiendo en mayor grado en la medida en que se superan las tendencias nocivas y se va logrando ese entendimiento correcto que nos permite ver que nada hay tan importante como el amor y la compasión.

La compasión humaniza verdaderamente a la persona y la hace solidaria. El que es compasivo está más libre de aborrecimiento y se sitúa por encima del conflicto, la fricción, los equívocos y malentendidos. Solo utiliza la palabra para crear concordia y siempre propicia la amistad y las relaciones genuinas. Hay menos lugar para la exigencia, la intolerancia y el reproche; se comprende mucho mejor a los otros y se hace uno mucho más tolerante. La compasión nos orienta hacia los otros favorablemente, nos hace ser más permisivos y comprensivos con ellos, nos anima a darles nuestro tiempo y consoladora compañía cuando lo necesitan. Por compasión confortamos al enfermo y al solitario, escuchamos y animamos al desamparado, nos ocupamos del desvalido. La compasión nos hace menos egocéntricos y menos egoístas, origina paz y equilibrio en la mente, coopera en nuestra evolución espiritual. Al ser más compasivos aceptamos más a los demás como son, pero la compasión no es sensiblería ni falta de firmeza, bien al contrario.

Por mucho que brille una persona, si su corazón no es compasivo, su vida es un fracaso. La compasión le da un precioso significado a la existencia. Sin compasión la persona se torna fría e incluso insensitiva. Hay una historia muy singular:

Era un científico muy afamado, pero también de fríos sentimientos. Un día, al llegar a su casa, vio a su mujer llorando desconsoladamente. Le dijo: –¡A qué viene ese llanto, mujer! ¿No sabes que las lágrimas sólo son un poco de mucosa, agua, sal y fósforo? Y la mujer le miró, decepcionada, y dijo: – ¡Ah, solo eso es una lágrima! Tú eres un hombre de mente, pero no tienes corazón.

Cuando la compasión se instala como una actitud expansiva en la persona, se experimenta este enriquecedor sentimiento hacia todos los seres y en todo anhela uno verles libres de peligro y sufrimiento.  Las tres raíces de lo nocivo frenan la maravillosa energía de la compasión. La ofuscación fortalece el ego y la persona sólo tiene la intención  de atenderse a sí misma en descuido de los demás. Por codicia una persona traiciona sus mejores sentimientos y puede llegar a ser malevolente y cruel para obtener tan sólo su beneficio. El odio y sus parientes cercanos, como la ira, la rabia y tantos otros, no dejan a menudo ni una fisura para la compasión. Por el contrario, la actualización y despliegue de las tres raíces de lo beneficioso cimientan la actitud compasiva y ésta comienza a irradiarse expansivamente en todas las direcciones. Es un signo más que evidente de la perversión y enfermedad de esta sociedad que muchas personas menosprecien o desprecien la hermosa cualidad de la compasión. ¿Puede haber mayor sinstenido, mayor degradación?

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Un corazón desprovisto de compasión es un corazón a medias. Aparentemente puede estar sano, pero en realidad está enfermo. Padecer con… es esencial y es un logro muy importante en la evolución de la consciencia. La sabiduría no es sólo lucidez de la mente, sino también el sentimiento noble y amoroso. La compasión consiste también en alentar, confortar, consolar, ayudar a los demás y tratar de poner los medios para evitarles cuitas de todo orden. Hay una historia conmovedora:

En medio de una gran extensión de terreno se levantaba una descomunal muralla. Cuatro personas decidieron descubrir lo que había detrás de la misma. Una de ellas se puso a escalarla, llegó  a la parte más alta de la muralla y, sin siquiera volver la cabeza para mirar a sus compañeros, saltó al otro lado. Del mismo modo procedió la otra persona y con la misma actitud la tercera. Le tocó el turno a la cuarta persona, que con muchas dificultades escaló la muralla y alcanzó por fin la parte alta de la misma. Miró lo que había más allá. ¡Oh maravilla de maravillas! Tras la muralla aparecía el más bello, atractivo y reconfortante jardín que uno pudiera jamás imaginar. Su primer impulso ante tanta hermosura fue lanzarse sin demora hacia ese vergel incomparable, pero pensó en los demás. Se merecían saber lo que había detrás de la muralla y también aprender a escalarla para acceder al jardín de ensueño. La cuarta persona se quedó fuera del maravilloso recinto para descubrírselo a los otros compañeros, aleccionarlos adecuadamente y ayudarles a que pudieran escalar la muralla y pasar al otro lado.

(Del libro “Las santas moradas”, de Ramiro Calle, página 120, Editorial Adhara, 2005).