«Esta generación tiene una oportunidad única para demostrar al mundo que los intereses egoístas no prevalecerán sobre el bien común. La historia no nos absolvería de nuestra omisión.» proclama el presidente del Brasil. Los ideales de progreso no difieren a un lado y otro de las aguas oceánicas. No sólo los brasileños necesitan a Lula, lo necesitamos también las gentes inquietas más allá de sus fronteras, para hacer valer que el profundo cambio es posible, que el hambre puede morir y la vida rebrotar con toda su dignidad, con toda su justicia, con todos sus perfumes y colores. Aquí y en la selva, en el valle y en las altas instancias políticas, lo importante es echar el lazo al otro mundo, pese a todo, todavía posible.
Es evidente que Lula cometió el gran error de dejarse acompañar por políticos con pocos escrúpulos. Compañeros leales suyos abrieron también maletines capaces de comprar alma e ideales. De cualquier forma no sería justo juzgar al presidente exclusivamente por los casos de corrupción que le han sacudido. Merece sobradamente la segunda oportunidad que su pueblo le ha concedido.
Aún con el gran acopio de pesada artillería mediática, no pudieron con la esperanza que Lula encarna. No pudieron con el tornero presidente, por más escándalos que pretendieron atribuirle, porque su mayor “escándalo” fue el de llevar alimento a las mesas de los más desheredados, dotar de un horizonte a su mañana.
Tampoco pudieron con él los impacientes que le salieron por el flanco izquierdo. No hay desaforada prisa para acabar con el viejo mundo, falta aún esbozar el nuevo. No se le puede poner un cronómetro a quien ha dado sobradas pruebas de generoso, inteligente y eficaz servicio a su ciudadanía.
No da para construir el otro mundo posible en los cuatro años de una sola y breve legislatura. No cabe la impaciencia cuando se trata de sentar en tantas áreas los cimientos del nuevo paradigma del compartir, la cooperación, la justicia y la igualdad de oportunidades. Los sueños no pueden ponerse a brillar en todo su esplendor de un día para otro. La utopía no aterriza de repente. La noche se toma su tiempo para clarear, la semilla para asomar, la primavera para inundar… Nada importante acontece de súbito. Todo tiene sus tiempos y ritmos, más aún el florecer de un mundo más solidario.
Con Lula ganan todos los dignatarios honrados que han hecho del servicio su norte verdadero. Con él progresa en Latinoamérica la opción de la cooperación entre todos los agentes de cambio, de consenso e integración, política por la que, contra viento y marea, ha apostado tan acertadamente el mandatario brasileño. Sin embargo ha resultado sorpresivo el apoyo manifestado por Lula recientemente al presidente Chávez en la precampaña venezolana, máxime cuando en los últimos meses se había preocupado de marcar la prudente e imprescindible distancia con respecto a este líder populista.
Las buenas relaciones con los países hermanos es a todas luces deseable, otro tema es el apoyo manifiesto a la opción ideológica de sus más controvertidos líderes. Una cuestión es el respaldo a determinadas políticas sociales a favor de los más pobres y abandonados que puedan implementarse en Cuba, Venezuela y Bolivia, otra es el cheque en blanco a sus dirigentes, habida cuenta de la gran merma de libertades existente en los dos primeros países.
Cuando el pasado 19 de Septiembre, en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Chávez soltaba el chiste de Bush y el olor a azufre, en uno de los accesos de burla y afrenta tan propios suyos, el presidente de Brasil aprovechaba la misma cita y la misma plataforma para orquestar junto con Francia y Noruega una campaña mundial a favor de los medicamentos genéricos. ¿Qué necesidad tiene Lula de verse asociado a esa forma tan poco edificante y demagógica de hacer política?
Lula ha de elegir. Su liderazgo planetario, unificador y de amplia longitud de miras, puede ser cuestionado por ese flotador echado al presidente venezolano, que con su afán de confrontación ha partido en dos a la nación.
Lula representaba, por lo menos hasta el momento, la esperanza de millones de desheredados, el gobernante radical ante la lacra del hambre y las mayúsculas desigualdades, pero a un mismo tiempo, el político integrador, armonizador, pragmático y dialogante, capaz de empezar a diluir el caduco esquema de izquierda y derecha, la persona capaz de fijar altos ideales y poner tras ellos a caminar a unos y a otros.
Cuando muchos de sus correligionarios no querían que Lula fuese a Davos, a “la cita de los poderosos de la Tierra”, el presidente, consciente de la necesidad de su liderazgo planetario, saltó hasta el blanco de la ciudad suiza. Allí persuadió a los presentes de la urgencia de iniciar una gran “cruzada contra el hambre” Cuando igualmente trataron en otra ocasión de disuadirle de que se reuniera con Bush, Lula entró en la Casa Blanca, consciente de que, incluso con el aparente adversario, es preciso establecer marcos de acuerdo y colaboración.
Una vez triunfado con amplio margen en la segunda vuelta de las elecciones, Lula está en todo su derecho de escorarse hacia una izquierda radical y frentista y establecer las alianzas que él crea oportunas. Sin embargo en ese caso nosotros habremos perdido también un imprescindible referente de unidad, un líder mundial capaz de aglutinar a los sectores de progreso de cara a los grandes retos que todos, izquierdas y derechas, afrontamos en estos cruciales tiempos.
Las formaciones políticas a un lado y otro del Atlántico ya no pueden seguir clavadas en sus trincheras ideológicas. La urgencia planetaria nos invita a apostar juntos por metas comunes y valores universales, ya no por ideas determinadas auspiciadas, la inmensa mayoría de las veces, por intereses particulares. El servicio al bien común, con especial atención a los más desposeídos, exige más que nunca políticas de consenso capaces de implicar a los sectores más amplios de la ciudadanía.
Otro tanto ocurre a nivel planetario. Los grandes desafíos que globalmente atendemos como el calentamiento y sobreexplotación de la tierra, el hambre, el desarme, el establecimiento de un comercio justo, el respeto a los derechos humanos, la lucha contra las lacras humanas, contra las enfermedades…, no nos permiten a estas alturas el capricho de divisiones nacionales o ideológicas. Todos estos cruciales retos mundiales nos obligan más bien a la suma de todas las buenas voluntades posibles, única opción de salir victoriosos en la crítica tesitura de nuestros días.
Lula ha demostrado hasta el presente ser un gran líder global, capaz de atraer la atención mundial sobre estos y otros grandes temas. Si Lula vuelve a la trinchera ideológica, volverá a ser un líder de los suyos, de los de su color, sin embargo colores hay muchos y hoy más que nunca urgimos de un liderazgo global, carismático y absolutamente entregado.
Prima el “Trabajo uno”, el esfuerzo aunado a favor de mundo sostenible, justo y feliz, ya no más en pos de la “Idea una” propia de un pasado de fragmentación y aguda confrontación, que hoy se hace preciso enterrar definitivamente.
La Redacción
Fundación Ananta