Es bien sabido que la crisis de la deuda soberana en la Unión Europea tiene consecuencias para la economía global. Lo que generalmente no se admite es que una crisis grave en la UE también tiene consecuencias serias sobre la política internacional.

La UE representa el experimento más avanzado del mundo en cooperación interestatal y gestión comunitaria de soberanía nacional. Si la UE fracasa, el modelo más ambicioso de cooperación internacional fracasará con ella.

El destino del modelo político europeo es de gran importancia, puesto que la globalización ha generado una serie de retos cruciales que no pueden ser solucionados por una sola nación, por grande que sea. No existe una solución nacional para el cambio climático, la proliferación nuclear, la crisis financiera internacional, la inestabilidad monetaria, o la inmigración ilegal. Se trata de asuntos que exigen cooperación internacional, y la UE -con todos sus fallos- tiene cincuenta años de experiencia en la difícil tarea de hacer cooperar a gobiernos nacionales por el bien común.

Desde el inicio del proyecto europeo, líderes ambiciosos albergaron la esperanza de que el modelo pudiera aplicarse a escala global. Jean Monnet, estadista francés y uno de los padres fundadores de la Europa moderna, argumentaba que  la cooperación europea “no era un fin en sí misma, sino un estado en el camino hacia el mundo organizado de mañana”. Esta impresión no es simplemente vanidad europea. Políticos ambiciosos en África, Asia, y América Latina a menudo han considerado la UE un modelo exitoso de integración regional que ha aumentado la paz y la prosperidad en un continente previamente arruinado por la guerra.

Cuando la crisis financiera comenzó, muchos creyeron que la hora de Europa había llegado. El G20 reunió los mayores países y economías mundiales en busca de soluciones conjuntas a la crisis. Para muchos, parecía una versión global de la UE en estado embrionario.

Desde entonces, sin embargo, la UE se ha visto engullida por su crisis de deuda soberana –y el prestigio del modelo europeo se ha hundido. Si los europeos se las apañan tan mal para resolver sus propios problemas, ¿cómo pueden aspirar a ser un modelo para el mundo? La última cumbre del G20 en Cannes -con la que el francés Nicolas Sarkozy esperaba deslumbrar al mundo- resultó ser un fracaso, eclipsada por la crisis financiera europea.

Y sin embargo, Europa puede, potencialmente, desempeñar un papel crucial en el desarrollo de la cooperación internacional y la gobernanza global.

Fue la perseverancia de la delegación europea la que finalmente empujó a la conferencia global para conseguir un objetivo que desde hace más de una década resulta elusivo: un compromiso de las mayores economías del mundo, ricas y pobres, para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, como parte de un pacto con “fuerza legal”. Pero el acuerdo final no se cerrará hasta 2015, ni entrará en vigor hasta 2020. Aún hay tiempo para que se venga abajo.

El acuerdo de Durban es un buen ejemplo tanto de los méritos como de los límites del modelo de gobernanza europeo. Un compromiso vigoroso para negociar acuerdos internacionales, sin importar las dificultades técnicas o las sensibilidades políticas, es característico de la UE. Desafortunadamente, también lo es que los acuerdos resultantes tiendan a estar llenos de agujeros legales y de compromisos difusos -que son fácilmente descartados, una vez que los gobiernos nacionales abandonan la conferencia y vuelven a casa.

Es fácil burlarse de este tipo de supra-nacionalismo. Pero la alternativa es, sencillamente, permitir que los problemas globales degeneren hasta el punto de crear conflictos entre naciones. Merece la pena luchar para preservar los valores que representa Europa –y no sólo por el bien de Europa.

Traducción de Jorge Tamames