Meditar no es un acto egoísta. Es un acto de amor. Estar bien con nosotros mismos, en plena armonía, en paz con el mundo, mostrando un rostro dulce y bello es siempre una bendición para la orbe de esferas que compone el universo. Por eso hoy cuando meditábamos en el Plantío sólo veía gente bonita. Hermosos rostros que chispeaban la luz interior que recorre ambas glándulas, la pineal y la pituitaria interconectando las energías que suben por la kundalini, atravesando los cuatro centros inferiores, y aquella que desciende desde las remotas cumbres del alma, promoviendo la luz superior que emana de los tres centros superiores. Y cuando meditas y ambas luces, ambas energías, se entrecruzan entre el resonar vibracional de una y otra glándula, ese roce energético produce chispas y esas chispas provocan la conocida luz interior, la luz del alma, que no es otra cosa que ese farol que nos conduce por eso que el Tao llamaba las tinieblas dentro de tinieblas, o la oscuridad brillante de otros, o el magno trecho de la negrura absoluta. Por eso los grandes místicos, que contemplan el absoluto con cierta claridad, comprenden que la luz es necesaria para guiarnos por la tenebrosidad del mundo. La luz no es más que un símbolo de lo que el humano necesita para alimentar su sed de existencia, su necesidad de comprender. Pero sobre todo, es un manantial que debe sacarnos de nuestra propia oscuridad e ilusión. ¿Quién, hoy, al brillar el alba, ha podido contemplar el canto del ruiseñor y respetar el gemido agudo de los primeros rayos? ¿Quién hoy tomó consciencia de la mirada del hermano que agoniza en el ocaso de su día? Por eso es necesario meditar. Nos hace conscientes, nos hace bellos, nos convierte en seres deseados y limpios, en poderosos agentes del propósito oculto. Luz, más luz, reclama siempre el mundo.