Todos los años, salvo raras excepciones, desde hace quince, acudo a San Sebastián a dar una conferencia con ejercicicio de meditación y coloquio, que generalmente presenta mi entrañable amigo Joaquín Tamames. Cuando paseo por esta bellísima ciudad, siempre me parece estar viendo en cada plaza, en cada calle, en cada playa, en cada atardecer, a mi amado hermano Miguel Angel, que desencarnó hace poco más de dos años. ¡Tantas veces veraneé con él en esta ciudad, tantas confidencias nos hicimos, tantos silencios frente al mar compartimos, tanto amor nos dimos, que me parece estar sintiendo su presencia a cada momento. Y me conforto recordando la historia de un maestro iba a morir y le dijo a su más próximo discípulo: «Nos echaremos de menos tú y yo, pero no dejemos que sea demasiado. En realidad, ningún encuentro ni ninguna separación tienen lugar, porque todos formamos uno con el Absoluto». Hablé en esta última ocasión de la dicha del alma, de ese estado de bienaventuranza que surge cuando logramos aunque solo sea un instante de silencio interior. Antes de morir mi hermano Miguel Angel y yo éramos un alma en dos cuerpos, y desde que desencarnó, somos dos almas en un cuerpo. ¡Qué afortunados tenemos que sentirnos por haber coincidido con seres maravillosos en nuestra existencia, aunque el diezmo sea elevado cuando les perdemos o ellos nos pierden! A veces, Miguel Angel y yo rememorábamos en nuestra tertulia humanista en la radio aquello que unos meses antes de morir le dijo Jacinto Benavente a un íntimo amigo nuestro: «Todo es fluir, todo es partir. Se muere tantas veces en la vida, que lo de menos es morir». Tenemos que estar preparados para soltar. Llegará un día en que este cuerpo haya que soltarlo y ojalá tengamos esa presencia de ánimo de algunos sufíes que mientras están muriendo, conscientemente, recitan: «El alma se va, el alma se va, el alma se va».