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¿Para qué sacar el portátil de la maleta, para qué aporrear las teclas en pos de una magia que siempre acabará huyendo? La palabra se rendirá a la hora de intentar rescatar el instante sagrado. Tantas veces al borde del mismo e imposible desafío. Por eso el «power» en «off» de una máquina que no se terminaba de abrir. La culpa sería de esos ríos, de esos lagos a la vera del tren espejando los cielos, sugiriendo que por lo menos había que intentarlo… En el taller hablamos de la grabación que acontece en el «éter», de las tecnologías que manejan desde Arriba para que todo el recuerdo colectivo permanezca, para que absolutamente nada se pierda. Pero otra cosa somos nosotros y ese portátil que nos pesa sobre las rodillas…, nosotros y nuestra torpe memoria y esas letras siempre tan pequeñas a la vera de experiencias tan definitivas…

Nunca sabes lo que aguarda una vez se cierra el círculo y calla el primero de los cantos. Sin embargo las lecciones siempre acaban llegando. Cada una de las más de treinta almas concitadas traía su ofrenda. Sólo sería preciso mantenerse alertas para recogerlas: la alegría desbordada cuando las danzas de mi compañera, la serenidad de quien se acerca con discreción y te dice que su madre falleció anoche al otro lado de las aguas, el entusiasmo mudo que revelaba el rostro del joven parapléjico que enterneció a todos los participantes, las ganas de salir adelante de la madre que había perdido a su hijo en un accidente de moto hace dos meses…


Todo eso se compartió en el taller que realizamos en Ourense, en el local que tan gentil y generosamente nos ha dispuesto Felix Delgado. El dolor del mundo se colocó en el centro de la sala y el propio círculo contribuyó al esfuerzo de sanarlo. Mucho más que las palabras, los silencios, la compañía, las risas, la comida compartida, los abrazos…, por supuesto las danzas… Hay que ir con mucha humildad por los imprevisibles senderos de la vida. Por supuesto habrá que olvidarse de que somos nosotros los que impartimos algún conocimiento. La lección estaba en los labios rojos, en el maquillaje de esa mujer radiante que había perdido a su madre en la lejana Venezuela y sin embargo no dudó al día siguiente de que su lugar estaba en el taller que hablaba del «vuelo del alma», la lección estaba en las manos del padre que ni por un instante soltó las de su hijo parapléjico a lo largo de las más de ocho horas que duraron las «enseñanzas», la lección estaba en el coraje de la madre resuelta a salir para adelante pese a que su hijo se había estrellado en una carretera, la lección estaba en todas esas pupilas que una y otra vez brillaban, que una y otra vez se mojaban cuando la música rayaba alto, cada vez que levantábamos los brazos al unísono…

La lección estaba en los sonidos guturales que pronunció Christian, ese joven parapléjico. Tenía algo grande que comunicarnos y no podía. Nunca pensé que aquellos sonidos fueran descifrables. Con toda sencillez la madre nos hizo la «traducción»: «Sí, dice que está feliz, que lo que contamos en el taller tiene que ver con lo que le enseña un amigo invisible rubio que él tiene y le frecuenta…» No pude por menos que preguntarle a la madre si en realidad había comprendido lo que había dicho. Nos dijo que sí, que por supuesto: «Es mi hijo». No habla, no anda, no come solo…, así durante 15 años, desde que sufrió el accidente…, pero es su hijo. Suerte de admirable orgullo…

Retorna la pregunta acostumbrada: ¿Quién llevó la lección a quién? ¿Quién dejó la sala más colmado? ¿Quién hubiera podido conducir hasta el otro lado del mundo intentando asimilar todas las lecciones aprendidas a lo largo de ese intenso taller? Pero es que también estaba el hombre joven que había recogido en su casa a una mujer sin techo, o la otra joven que vivía rodeada de perros y de gatos y su inmenso cariño afloraba sólo hablando de ellos… Ignorante de mí hablando de las experiencias de quienes han vuelto de la muerte y en la propia sala ya había otras dos mujeres que habían merecido billete para ese viaje, el más luminoso y entrañable, y lo pudieron contar con todo tipo de detalles… El silencio debería instalarse más a menudo en nuestros labios. El otro y su ejemplo reclaman un espacio que antes o después está llamado a ceder nuestro ego.

Menos mal que en algún momento callamos y cedió el discurso. Menos mal que también jugamos y meditamos y extendimos semillas por el suelo… y fueron ellas las que hablaron, las que nos contaron, las que susurraron a nuestras manos que las acariciaron. Los granos dispersos en una gran tela nos dijeron que de esa siembra de entrega, de donación, de ternura, de serenidad, de abnegación…, sólo, sólo se pueden surgir robustos árboles de frondosa felicidad.

No sé cómo plantearemos los próximos talleres… ¿Sostendremos aún el valor de decir que los impartimos nosotros? El círculo parece resuelto a seguir siendo la matriz de la nueva civilización… La estación de Vitoria marca el final del intento de relato. En el andén hay un hombre de edad, sentado, aterido de frío que no espera ningún tren en especial, al que no abrazará ningún viajero, al que no sonreirá en su llegada ningún familiar o amigo. No tiene maletas, sino un mugriento carro de compra del que penden innumerables bolsas de plástico… Hay que seguir ensanchando el círculo, hasta que no quedé nadie fuera de su acogida fraterna, de su calor eterno…

 

Koldo Aldai, 3 mayo 2013