La nieve no terminó de inundarnos con su infinita, apabullante  paz. No cesan los destellos de artillería en mitad del inmenso blanco. Pareciéramos atrapados, congelados en esos fríos antiguos, en esa pesadilla con ínfulas de eternidad. A la vista de las duras imágenes  bélicas que nos llegan desde las regiones de Donetsk y Luganks inevitablemente  nos preguntaremos, ¿por qué la guerra  sigue  a nuestro lado?,  ¿por qué  aún nos  continúa  acompañando? Pensábamos que la habíamos ya abandonado para siempre en la cuneta de esos duros inviernos, hace ya más de veinte años en los agrestes Balcanes.


Todavía escupimos hierro para dirimir las diferencias, todavía  fuego atroz cuando no terminamos de ponernos de acuerdo. Todavía geografía de odio, destrucción,  y muerte; población civil dejando atrás todo, huyendo en masa de los combates, bajando a los heladores  refugios, porque aún no se ha hallado otra  mejor  forma que la guerra para solucionar los conflictos con el vecino. ¿Así hasta  cuándo?  La conflagración armada es de nuevo en Europa, cuando nos creíamos libres de su brutal azote. Pensábamos que  ya habíamos pasado definitivamente página, que la sangre de la población civil inocente no escribiría un solo capítulo más en la historia del viejo continente…

De acuerdo con datos de la ONU, más de 5.300 personas, entre combatientes y civiles, han muerto en los casi diez meses de conflicto armado en las regiones orientales de Ucrania. ¿A dónde  va  Moscú  a estas alturas del siglo  XXI con sus  sueños de  grandeza? ¿Dónde el pulso ciudadano para  frenar esas ansias de hegemonía  trasnochadas? La ciudadanía  rusa ha de encontrar su futuro en libertad,  habituarse al ejercicio de una democracia sin tutela.  La ciudadanía  rusa tiene la palabra. A estas alturas debiera ya considerar prescindir de su zar insaciable, pensar  en convertirse en una democracia al uso, no en una  rémora de imperio. No es propio tan apabullante apoyo a un caudillo que medra con el fomento de un nacionalismo  tan trasnochado y que además no hace ningún asco a la guerra.
 
Por su parte, si Kiev quiere  mirar a Europa, habrá de considerar igualmente que la guerra ya no es opción a contemplar. La Rusia de Putin debe ceder en el auspicio de tan peligrosa aventura bélica, pero ¿qué sentido cobra la cruzada militar de Kiev contra el separatismo proruso? Acceder a un mundo más civilizado es también renunciar a la  violencia como opción de resolución de los conflictos.  Las aspiraciones secesionistas no se combaten con pesada artillería, sino con amplias autonomías. El coste de intentar neutralizar con las armas ese separatismo armado, incesantemente nutrido  y pertrechado desde Moscú, es humanamente inasumible. A la segunda sea la vencida. Funcione Minks 2. Los recientes acuerdos en la capital de Bielorrusia sean el arranque de una paz  que la población de uno y otro bando tanto ansía.

No hemos sufrido en balde la historia siempre convulsa, no hemos pagado sin acuso de vital lección sus caros peajes. Las fronteras ya se han desmoronado, siquiera por dentro. ¿Qué identidad nacional queremos defender, cuando a golpe de “click” nos podemos burlar de todas las fronteras? Hoy menos que nunca, la patria acorazada no vale una gota de sangre.  El suroeste de Ucrania no vale ninguna guerra, en realidad ningún trozo de ninguna patria vale ninguna guerra en medio de un mundo globalizado.

Al final de esa historia difícil por lo menos nos aguardaba ella, la conciencia planetaria, ojalá unas  nieves más allá también la conciencia fraterna, el sentimiento de que todos los humanos somos hermanos, independientemente del color de nuestra piel, la arcilla de nuestros tejados y la lengua que cultiven nuestros labios. La multicolor patria mundial, ancha y diversa, ya no tiene  fronteras, por más que los zares de turno traten de satisfacer, aún con tanta sangre inocente, sus ansias de grandeza.  

* En la imagen de Kiev, las madres acompañan a sus hijos a encender unas velas por la paz de Ucrania. EFE

Koldo Aldai, 12 febrero 2015