En su libro “Washington rules” (2010) el profesor y ex militar estadounidense Andrew Bacevich desarrolla la tesis, ya adelantada en su anterior obra “The limits of power” (2009), de que la política exterior estadounidense no distingue entre republicanos y demócratas y por lo tanto es idéntica en ambos casos, teniendo como denominador común la obsesión por la seguridad, la idea de que Estados Unidos tiene el derecho y la obligación de ser el gendarme del mundo (derecho que incluye el uso de la fuerza) y que las acciones que emanen del uso de esa fuerza están basadas en un principio de benevolencia.

Utiliza Bacevich en su exposición muchas y convincentes argumentaciones. Una de ellas es muy gráfica: ¿Sería aceptable para el mundo en general –y para Estados Unidos en particular– que China patrullara permanentemente con sus buques de guerra los mares de los cinco continentes, manteniendo decenas de bases militares en muchos países e interviniendo militarmente allá donde considerase oportuno y cuando lo considerarse oportuno? Esto es, ¿Permitiría Estados Unidos que otra superpotencia se arrogase el derecho a hacer lo que Estados Unidos viene haciendo ininterrumpidamente desde 1945?

Cuando leí el libro de Bacevich en septiembre de 2010 yo todavía albergaba la esperanza de que la administración demócrata del Presidente Obama pudiera significar un punto de inflexión a tan descarnada tesis. El desmantelamiento de la presencia en Irak, a cuya invasión Obama se opuso, y la retirada de Afganistán tras el fiasco de una guerra inútil y costosísima, la más larga en la historia de Estados Unidos, parecían pasos adecuados, como también, con posterioridad, la postura ante la campaña libia de 2011, que fue decidida por Reino Unido (Cameron) y Francia (Sarkozy) y a la que Estados Unidos sólo se sumó tardíamente para ayudar a sus incapaces aliados, pero sin liderarla.

El conflicto de Siria se enmarca en la Primavera Árabe, la serie de alzamientos populares que se inician en Túnez en diciembre de 2010 para continuar en Egipto, Libia y Siria y que tiene como telón de fondo la sustitución de poderes dictatoriales, hasta la fecha apoyados por Occidente, por regímenes democráticos, y que hoy, tras el golpe militar en Egipto de julio pasado, se encuentra en una fase crítica.

Siria es el principal aliado de Irán en la región, con el apoyo militar y político de la Rusia de Putin. Hasta ahora, la postura oficial de la administración Obama en el conflicto sirio ha sido la de la no interferencia. Extraoficialmente, por detrás, al igual que algunos países europeos, Estados Unidos financia y apoya la insurrección al presidente sirio Bashir Al-Assad, y por lo tanto es una de las claves en el conflicto armado que viene teniendo lugar desde 2011, y que por el momento ha producido decenas de miles de muertos y dos millones de refugiados en una crisis humanitaria con pocos precedentes.

El detonante de la operación de castigo que Obama quiere imponer al régimen de Al-Assad, con el posible apoyo de Francia, es la masacre del pasado 21 de agosto, en la que según Estados Unidos, el régimen sirio habría utilizado gas sarín contra la población civil, masacre en la que murieron casi 1.500 personas, un tercio de ellas niños. Para ello Obama invoca su advertencia previa de que el uso de armas químicas marca una línea roja que no puede traspasarse, elaborando así implícitamente un razonamiento del siguiente tenor: “nosotros miraremos a otro lado si ustedes matan o se matan con machetes, a garrotazos, a disparos, por medio de misiles o por otros métodos que estimen oportunos. Pero consideraremos inaceptable que ustedes maten o se maten mediante el uso de armas químicas”.

El razonamiento, expuesto en su cruda realidad, es de gran cinismo, por cuanto lo que hay detrás no es una defensa de la vida sino más bien una discriminación respecto de qué formas de asesinar son o no aceptables por Occidente. Aunque el hecho pueda ser el mismo (masacrar a la población civil), adquiere en esta Doctrina Obama una dimensión distinta si la masacre se produce con un medio químico. En definitiva, en su argumentación Obama implícitamente acepta que Al-Assad masacre a su gente con Armamento “A” pero le parece inaceptable que lo haga con Armamento “B”. En ambos casos, el problema central, que es la masacre, pasa a segundo plano.

Muchos analistas, entre ellos el valiente Robert Fisk, que desde su despacho en Beirut sigue siendo la voz más autorizada sobre los asuntos geopolíticos en Oriente Próximo, han denunciado que en esta posible campaña de castigo (no muy distinta a las que lideraron Clinton y Blair en los años noventa contra el Irak de Sadam Hussein) el objetivo de Estados Unidos es desestabilizar la región para involucrar a Irán y forzar un cambio de régimen para abortar definitivamente su programa nuclear. En mi opinión esta es la tesis más lógica y más probable. El misil de ensayos entre Israel y Estados Unidos detectado ayer por Rusia abona esta sospecha.

Obama ha suscitado muchas esperanzas, pero poco a poco éstas se desvanecen pues la divergencia entre las palabras y los hechos va en aumento. Prometió cerrar Guantánamo, pero no ha cumplido. Prometió una forma nueva de gobernar basada en la verdad, pero bajo su administración Estados Unidos ha quedado expuesto como un régimen que no solo espía a ciudadanos particulares, sino que también espía del modo más burdo a los gobiernos aliados (también el Reino Unido ha admitido vergonzosamente que en una cumbre de la Unión Europea celebrada en Londres espió a los gobiernos hermanos), tanto en temas que afectan a la seguridad como en asuntos puramente comerciales. Algunos pudieran albergar la duda de si Snowden es héroe por denunciar el espionaje o villano por traicionar a su país, pero a la luz de las mentiras de la administración Obama lo primero es mucho más defendible.

La crisis de Siria podría acabarse en semanas (o en días) si Obama y Putin se pusieran de acuerdo. Los credenciales de Putin son conocidos: aplastó a Chechenia con crueldad y sin contemplaciones, y no es amigo de la oposición interna. En su apoyo a la Siria de Al-Assad hay múltiples motivaciones, una de ellas, no menor, mantener a Rusia como freno al unilateralismo estadounidense, que no ha cambiado con la administración Obama. Urge, a los que tienen capacidad para ello, buscar una solución pacífica al conflicto, y Obama y Putin tienen capacidad para ello. En mi opinión, la primera obligación de Obama es entenderse bien con Putin y su distanciamiento a raíz del caso Snowden resulta caprichoso y sumamente peligroso para el mundo. 

Martin Gilbert, el gran historiador, recoge esta escena narrada por el soldado austriaco Friedich Feuchtinger cuando el 23 de agosto de 1914, en el frente del este, acabó con la vida de un soldado ruso. “Uno de los soldados, perseguido muy de cerca, y aparentemente sin su rifle, se paró de repente, se dio la vuelta, alzó su mano derecha y puso su mano izquierda en el bolsillo de su gabán. Según lo hizo, Feuchtinger le clavó su bayoneta. “Veo su sangre enrojecer su uniforme, le escucho llorar y gemir según se retuerce con la bayoneta insertada en su joven cuerpo. Estoy paralizado por el terror. Me tiro hacia delante, me arrastro hacia él queriéndole ayudar. Pero está muerto. Retiro mi bayoneta llena de sangre del cuerpo muerto. Al querer unir sus manos, veo en su mano izquierda una foto arrugada de su esposa y su bebé”.

 A Obama y a Putin les pediríamos que lean a Gilbert y visiten los campos de refugiados que este conflicto ha producido, y también las morgues en las que se acumulan las víctimas. Y a Obama, si efectivamente realiza “su” misión de castigo sobre Al-Assad, que considere devolver el Premio Nobel de la Paz, pues el peor enemigo de la paz es la mentira.

Joaquín Tamames, 4 septiembre 2013