Se me ha propuesto decir una palabra acerca del tema: Meditar en la naturaleza, y me ha parecido inspirador centrarme en uno de los grandes poetas y místicos de todos los tiempos, S. Juan de la Cruz, de quien dice José Vicente Rodríguez, carmelita descalzo, estudioso del Santo: “con su sentido cósmico muy desarrollado, enseña a subir a Dios desde la naturaleza, a la que por esto mismo, respeta y canta doblemente, siendo un gran candidato a patrono de los ecologistas, aunque ya haya sido nombrado S. Francisco de Asís”.

Juan de la Cruz es un enamorado de Dios, de su obra, a la que canta con fuerza y belleza, porque, “cae en la cuenta”, que “todo era muy bueno” (Gen 1, 31).

Nos sentimos invitados por Dios, de la mano de Juan de la Cruz, a insertarnos en este mundo que se nos regala, cuidando y recreando toda semilla de bondad y belleza que existe en todo ser creado. La naturaleza es lugar de encuentro, de escucha, de proyectar la mirada hacia el exterior, pero también, al interior de nosotros mismos, de valorar y descubrir la belleza, la armonía de sus elementos, y por tanto, ahondar en la grandeza de su Creador y cantar con el salmista: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento la obra de sus manos, el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (sal 18). De este lenguaje es un maestro Juan de la Cruz.


Su Cántico espiritual, constituye la oración de un místico, que vive del amor de Dios. En dicho poema van desfilando todos los elementos que podemos encontrar en la naturaleza: montañas, fuente, agua, tierra, viento, bosques, flores,… y se sirve de ellos para encontrar, alabar, dialogar con Dios. Es de una belleza y sensibilidad extraordinarias, que brotan de un espíritu contemplativo, luminoso, y que tiene mucha más fuerza y valor por el hecho de haber sido compuesto, la mayor parte, en cautiverio, encerrado en una mazmorra inhóspita, donde apenas entraba un rayo de luz.

Propongo tan solo unos versos que nos pueden ayudar a orar, sirviéndonos de los elementos que Juan de la Cruz describe con una belleza extraordinaria, fruto de su relación de amistad con Dios, a la que nos invita a todos.

Canción 4: ¡Oh, bosques y espesuras plantadas por las manos del Amado! ¡Oh, prado de verduras de flores esmaltado!, decid si por vosotros ha pasado.

En este verso se pregunta a las criaturas por el Creador. Juan de la Cruz sabía ver en ellas el paso de Dios y nos estimula a vivir semejante experiencia. Descubrir a través de las criaturas, a su Autor y crecer en el amor hacia ellas y, por tanto, a quien las ha creado.

Canción 5: Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura.

Invita este verso a dejarse asombrar por las maravillas que regala el Señor a todas sus criaturas, quien con su mirada, las hermosea, las dota de gracias y dones. Dejarse interpelar y asombrar ante la belleza es oración, es “caer en la cuenta” de cuánto amor derrama Dios en cada una de sus criaturas, en cada uno de nosotros. El mismo Juan de la Cruz dice que “el mirar de Dios es amar y hacer mercedes” (Cántico espiritual 20, 6).

Acoger cordialmente esta verdad nos estimula a desear con intensidad ser mirados por el Señor, dejarnos regalar por Él, con el fin de ser cauces de su amor.

Canción 14: Mi Amado: las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos.

Canción 15: La noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.

En estas dos canciones, hay un canto de alabanzas al Amado, que se da a conocer en estos elementos: unos, tomados de la naturaleza, y otros, propiciados por la persona. Cada uno de nosotros somos invitados a contemplar a Dios en esas montañas, valles, islas, ríos, viento; gozar de ese sosiego, de esa noche serena, de una soledad plena de sentido, de una música armoniosa y de una cena que evoca el encuentro en amistad con Jesús, al que, si le abrimos la puerta, entrará y cenará con cada uno de nosotros (Cf. Ap 3, 20).

Canción 36: Gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura al monte y al collado, do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura.

Es una llamada a vivir ya el gozo del amor, la transformación en el Amado, que es el fin de la oración, y descubrir la grandeza de la vida a la que somos invitados.

Cuando oramos, ya sabemos que ese mismo deseo nos lo ha regalado el Señor y por ello, aunque surjan dificultades, “desiertos” en nuestra vida, sabemos que Él nos sigue llamando a este encuentro, diálogo de amistad al que somos todos invitados, porque como dice S. Juan de la Cruz: “Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella” (Llama de amor viva 3, 28).

Paqui Sellés, carmelita descalza de Puçol