
Es cierto que la materia nos condiciona, nos limita.
Pero también puede estar al servicio del espíritu que la habita, incluso con sus limitaciones.
Cuando aprehendemos esa conexión (“soy espíritu, me manifiesto en esta materia”) se produce una sana desidentificación con la materia.
Obviamente la materia existe, continúa, pero ya no es el fin, es sólo un vehículo. La importancia de mi personalidad disminuye porque descubro mi yo verdadero.
Así una y otra encarnación hasta que finalmente la comunión se perfecciona, como nos enseña la vida de los grandes maestros.
Intentemos una y otra vez, desde la materia, ser dignos de la pureza del espíritu.
Sucede que, dirigiendo su mirada hacia la tierra, un gran espíritu se presente ante los Señores de los destinos, los Veinticuatro Ancianos diciéndoles: «Aunque tenga la libertad de permanecer aquí para gozar eternamente de todos los esplendores del Cielo, pido autorización para descender y ayudar a todos estos seres humanos que sufren.» Y le dejan descender.
Pero una vez descendido, se halla sometido a las limitaciones del plano físico: el frío, el hambre, el cansancio, la enfermedad y la muerte. Su espíritu viene de muy arriba, pero una vez que acepta bajar a la materia, debe someterse a sus leyes. Evidentemente, gracias al poder de su espíritu, tiene mayores posibilidades para afrontar las pruebas de la vida terrenal que el común de los humanos. Pero el mundo físico continúa siendo el mundo físico y un espíritu, por muy grande que sea, que decide encarnarse en la materia, debe luchar incesantemente para dominarla y reencontrar, interiormente, la libertad que poseía arriba.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos (www.prosveta.es). Imagen: The Black Goby (1928), original de Nicholas Roerich