Recientemente una persona que ha visitado el Monte Tabor nos hablaba de la luminosidad del lugar.
Jesús irradiaba luz. Tanta, que el Monte Tabor todavía la conserva.
En su interior habitaba como nunca ha habitado en ningún otro ser la luz interior, la luz de Cristo.
Todos tenemos un germen de esa luz dentro, que hemos de cuidar como el hogar en invierno para que no se apague.
Poco a poco esa luz puede ir creciendo. El método, se nos dice, es simple: trascender la esclavitud del ego, para entrar en otro mundo.
Se trata de entrar en el mundo divino, sutil, sublime e invisible para el ojo normal.
Esa luz ha estado apagada encarnación tras encarnación.
Pero muchos seres ahora en la tierra ya la tienen encendida, aunque solo sea una pequeña chispa.
Que esa chispa crezca en todos nosotros y, como dice el mantram de unificación: que todos los hombres amemos.
«Yo soy la luz del mundo», dijo Jesús. La luz del mundo es el sol. Pero Cristo es mucho más que el sol. Más allá de la luz visible del sol físico, existe otra luz que es la verdadera luz del sol, el espíritu del sol. Jesús hablaba de esta luz con la que se identificaba. Y así cómo la luz material nos permite ver los objetos del plano físico con nuestros ojos físicos, la luz interior, la luz de Cristo, nos da acceso a la visión del mundo divino.
Debemos tratar de acercarnos a esta luz, aprender lo que es, cómo vivir con ella, en ella, trabajar cada día para captar partículas infinitesimales y condensarlas en nosotros… Hasta el momento que seamos capaces de proyectarlas como rayos sobre los seres y los objetos del mundo invisible, entonces nos aparecerán en su realidad sublime.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos. Su obra está publicada en España por la Asociación Prosveta Española- www.prosveta.es. Foto: mujer regando en Gyan Sarovar, sede de Brahma Kumaris, Mount Abu, India, mayo 2009