Nuestros cuerpos físico, mental y emocional son el instrumento o vehículo de nuestro espíritu, a través del alma, aquí en la tierra.
Cuando estamos en conexión con el alma, nos convertimos en un instrumento afinado, puesto a punto, completo.
Si esa conexión está apagada, vivimos sólo el mundo de la personalidad, identificando nuestro cuerpo con nuestro Yo, ignorando la existencia del Yo superior y de nuestra inmortalidad.
Cuando la conexión está cortada, la ilusión y el maya de la tierra nos parecen la realidad: en este estado de ignorancia permanecemos mucho tiempo. Nos adaptamos, con todas sus consecuencias, al “valle de lágrimas”.
La conexión, pues, es esencial. Se llega a ella de muchas maneras, todas ellas complementarias. Pero exige disminuir hasta eliminar todo aquello que distrae, y exige vivir en verdad y con limpieza. Y una vez alcanzada, debe alimentarse cada día porque si no se apaga, aunque pensemos, en un ejercicio de ilusión, que esa conexión sigue viva.
Lograr esa conexión y luego mantenerla debe ser nuestra prioridad. No tiene mucho sentido seguir en el ilusorio engaño del maya corriendo detrás de lo que dicten nuestros sentidos, danto tumbos, a trompicones.
La conexión nos libera y nos pone en el camino de lo real, que es más liviano, y que nos regala destellos de luz por todas partes, incluido el recuerdo lejano de lo que fuimos y de lo que podemos ser.
Cuando el instrumento está afinado ya entramos en otra dimensión, a la que Jesús se refirió con bellas palabras: “Mi Padre trabaja, y yo trabajo con Él”.
Foto: escultura en los jardines del Global Retreat Centre, de la Universidad Espiritual Brahma Kumaris, en Oxford, 10 julio 2011: Cortesía de Guido del Buono