{jcomments on}Muchos seres humanos hoy nos preguntamos “quién soy yo”.

La pregunta va más allá de lo que somos en esta vida.

La respuesta, en un momento dado, llega con fuerza: no soy ni mi nombre ni mis cosas, soy un alma inmortal.

Cuando esa respuesta surge, se divisa, finalmente, un camino: el camino de regreso a lo que somos.


Por alguna razón todo ello permanece oculto un tiempo largo.

Incluso cuando volvemos, puede que no veamos el camino.

Pero el camino sigue estando ahí, a pesar de todo lo que ocurre en el mundo.

Y según se avanza en el camino cada vez hay más claridad.

«Ningún ser humano llega a la tierra con un conocimiento claro de lo que es, de lo que viene a hacer y por qué. La encarnación es una caída en la materia, y la materia es un poder que se apodera del alma hasta el punto de eliminarle la memoria. Su destino está determinado por lo que ha vivido en sus existencias anteriores; antes de descender, sabe lo que le espera, ya sea porque le ha sido impuesto, o porque ha tenido la posibilidad de elegir; pero en el instante en que desciende, este conocimiento le es retirado.

Un alma que se encarna, comienza pues por no saber nada del destino que le espera; incluso para los más evolucionados, esto permanece oculto. Nadie nace con una conciencia clara de su predestinación. Por supuesto, cuando se es muy joven, uno puede sentirse atraído en una u otra dirección, pero es algo muy vago. Son necesarios años y años de búsqueda, de estudios, e incluso de sufrimientos, antes de conocer su verdadera vocación. «

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: entre Bilbao y Madrid, hace unos días.