La palabra es como la flecha enviada que una vez que sale del arco no puede recuperarse.

La palabra construye, y también destruye, y nuestra responsabilidad es grande en uno u otro sentido.

Ante el estímulo conviene que haya una pausa para ofrecer la mejor respuesta, pero hoy ese espacio se ha reducido y hablamos y gritamos atropelladamente en medios de comunicación y redes sociales.

Y la palabra con frecuencia se convierte en arma y estilete.

El budismo nos recuerda permanentemente la virtud del noble silencio, extendible al silencio interior, que limpia y repara.

Hoy se nos invita a que nuestra palabra sea “expresión del Verbo divino que sostiene, cura e ilumina”.

Es un ideal, pero aquellos que viven en torno a grandes ideales están más vivos.

«Todas las criaturas tienen un lenguaje, pero sólo el ser humano posee la palabra, y para que esta palabra sea realmente rica de sentido, debe llegar a ser la expresión del Verbo divino que sostiene, cura e ilumina. Si tenéis este ideal, la primera regla para poder alcanzarlo, es decidir no dejaros llevar más por maledicencias, calumnias o incluso palabras vanas. Aprended a controlar vuestra lengua diciéndoos: «Si no me controlo, nunca poseeré el verdadero poder del Verbo.»

¡Qué es lo que no decimos a lo largo de una jornada! Lanzamos críticas o acusaciones, así como así, a la ligera, pensando que, si nos hemos equivocado o si hemos ido demasiado lejos, no pasa nada, es fácil de reparar. No, no sabemos el itinerario de una palabra, las regiones que atraviesa y los daños que puede hacer si es violenta o engañosa. ¡Y no nos imaginemos que vamos a poder reparar el daño causado por las palabras, excusándonos o pagando algunos «daños y perjuicios»! Ante los humanos, quizá podamos repararlo; pero ante las leyes cósmicas, nada queda reparado, somos culpables.»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86) , Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta.  Imagen: Camino de Santiago entre Xardineiro y Finisterre, 10 de junio de 2015