Esta mañana se nos habla del aura.
Ese algo invisible que no vemos, pero que otros si ven.
El aura luminosa es producto de nuestro amor, de nuestra sabiduría, de nuestra pureza, se nos dice.
Actúa como un manto protector, pero también vivifica todo a su alrededor.
El sol ya ha vuelto tras el invierno, y cada mañana podemos decirnos: “quiero entrar en contacto con la pureza, con la belleza, con el amor, con la luz, ninguna otra cosa debe contar”.
La vida cotidiana nos da oportunidades para ello, de continuo.
Ninguna otra cosa debe contar.
«El ser humano, como la tierra, está envuelto en una atmósfera que la tradición iniciática llama aura, y a través de esta aura se comunica con las corrientes de fuerzas que circulan por el espacio. Estas corrientes son luminosas o tenebrosas, benéficas o maléficas, y es el aura la que, según su receptividad, su pureza, su poder, las atrae o las rechaza. Aunque esté rodeado de corrientes maléficas, aquél que tiene un aura poderosa y pura, está protegido, puesto que antes de alcanzarle, estas corrientes se encuentran con su aura que, actuando como una aduana en la frontera, no las deja penetrar.
Los ejercicios de concentración sobre los colores del prisma pueden ayudaros a formar vuestra aura, pero sólo obtendréis resultados verdaderamente si acompañáis estos ejercicios con un trabajo sobre las virtudes. De esta forma, con el amor la vivificáis, con la sabiduría la ilumináis, con el dominio la fortalecéis, con la pureza la volvéis límpida y clara. Las entidades celestiales son sensibles al aura de un santo, de un Maestro espiritual y, cuando la perciben desde lejos, acuden a su lado. También los humanos quieren acercarse, pues sienten ahí una presencia que les ilumina, les alimenta, les serena, les reconforta.»
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: escena en Salgaon, Rajasthan, India, 21 de febrero 2014 (Koldo Aldai)