Cuando se nos habla de que estamos hechos a imagen y semejanza se nos recuerda un gran potencial.

Ese potencial está latente en cada ser humano, y su pleno desarrollo llevará  mucho tiempo.


La semilla está dentro, pronta para empezar a crecer.

La semilla nunca muere, aunque puede permanecer seca e inerte vidas y vidas.

Hablamos aquí cada mañana de la conexión con lo alto, con lo sutil, con lo divino.

Esa conexión puede ser consciente o inconsciente, permanente o fugaz.

Cuando esa conexión ocurre, la semilla recobra la vida y empieza a crecer.

La semilla nos llama para que por favor la reguemos y cuidemos.

«Cada semilla recibe del árbol que la ha producido los elementos necesarios para poder, una vez plantada en la tierra, crecer y convertirse como su padre, el árbol. En su apariencia externa la semilla es diferente al árbol, pero en el plano sutil lleva en ella grabada la imagen del árbol. Por esto, colocada en unas condiciones favorables (la tierra, la temperatura, el agua y la luz) la semilla llega a ser completamente semejante al árbol.

Este símbolo de la semilla nos permite comprender los versículos del Génesis en donde se relata que Dios creó al hombre «a su imagen y semejanza». El hombre es una semilla que está predestinada a llegar a ser un día como el Árbol cósmico del que ha caído. Por esto toda su actividad debe consistir en acercarse conscientemente a la imagen de su Padre celestial que lleva en él, y vibrar al unísono con Él con el fin de parecérsele.»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: Foto de Lu Torralba en La Française, 3 octubre 2013