La separatividad sigue siendo una de las tendencias más fuertes de la humanidad.
La afirmación del yo, de la diferencia, de la nacionalidad, sigue siendo reclamo a la separación y a la disputa entre los hombres.
Algunos líderes políticos son expertos en ello, e inciden en fomentar las burdas pasiones que en el siglo XX llevaron por dos veces al conflicto mundial.
La unidad es primero un estado interno, sagrado, de comunión.
Los que han vivido y sentido la comunión aspiran a que tenga una consecuencia práctica: la eliminación de barreras, de fronteras, de visados, del “nosotros” y “ellos”: para sentirnos parte de un destino común.
En los últimos cincuenta años el avance ha sido notable, espectacular, pero ahora asistimos a un renacer de la diferencia.
Hay una masa crítica en la humanidad que siente esa unidad como algo propio y necesario en la evolución.
El ejército del futuro, el de los hombres comprometidos, es el de la unidad.
Los humanos aspiran a la unidad, pero es evidente que no consiguen realizarla. ¿Por qué? Porque no saben que deben buscarla en el espíritu y en ninguna otra parte. Fuera del espíritu, se entra en el campo de la multiplicidad. La hostilidad, la posesividad, todas las tendencias a sentirse diferentes de los demás, extraños a ellos, tienen su origen en que el ser humano se alejó de este estado de perfección en donde todos los espíritus, identificados con el Espíritu divino, no hacen más que uno. En la unidad jamás aparece la más pequeña manifestación de hostilidad.
Algunos seres han ido tan lejos en esta experiencia de la unidad que se sienten vibrar al unísono con todas las criaturas: ya no existe separación, todas las almas, todos los espíritus vibran al unísono y sienten lo que les sucede a los demás como si les sucediera a ellos mismos. Y éste es, precisamente, el objetivo de la Ciencia iniciática: reconducir a los seres hacia esta conciencia de unidad.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86) , Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Foto: mujer en el valle del Khumbu, Nepal, mayo 2004