El pensamiento de hoy no es sólo aplicable a las madres.

Nos habla de la capacidad que todos tenemos para irradiar sobre los demás partículas puras y luminosas.

Normalmente en la sociedad vemos cómo los humanos nos tiramos unos a otros las peores inmundicias.

Si en vez de aportar un mundo oscuro, manifestáramos siempre esas partículas luminosas, conectadas con lo divino, seríamos como aguadores de agua viva.

Ayer en la meditación hablábamos del agua viva que calma la sed para siempre. Podemos recibirla, pero también podemos pasarla.

En cada intercambio, en cada mirada, hay el potencial profundo de irradiar partículas puras y luminosas.

La charca está llena de microbios y de enfermedad. Ese es un mundo.

Fuera de la charca, hay seres que entienden que podemos ser deidades. Ese es el otro mundo.

Un mundo nuevo.

Desde la mañana hasta la noche, e incluso a veces durante la noche, el niño recién nacido reclama toda la atención y cuidados de su madre. Pero antes de ocuparse de su hijo, la madre debe primeramente, con el pensamiento, acercarse a Dios con el fin de ponerse en contacto con la vida celestial. Porque el verdadero amor maternal no se limita a velar por el bienestar físico de un niño: darle el pecho, vestirle, lavarle, acostarle… La madre debe introducir en todo lo que hace por él elementos espirituales. Si se conforma con preocupaciones ordinarias para su hijo, hará de él un ser ordinario, porque no le habrá aportado nada de la presencia divina. Para poder verdaderamente alimentar y educar a su hijo, es necesario que se acerque a Dios diciendo: «Señor, vengo a Ti, para que me des para mi hijo la luz, el amor, la salud y la belleza del Cielo.»

Así es cómo podrá irradiar sobre su hijo las partículas puras y luminosas que harán de él un ser excepcional.

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos. Editorial Prosveta. Foto: niña de la residencia de Anand Bhavan, Howrah, India, 30.1.2011. Autor: Teófilo Calvo