
En nuestro interior tenemos una luz que puede estar encendida o apagada.
Con frecuencia la luz está apagada y nos mantiene en la oscuridad.
La luz comienza a parpadear cuando empezamos a trascender nuestro pequeño yo para abrazar un concepto mayor, la humanidad.
Día a día, la práctica de las virtudes, de las santas moradas, hará que esa luz ilumine más y más.
En el intento de hacer cada pequeña cosa con consciencia y con amor esa luz se nutre y coge fuerza.
Entonces, sin pensar ya en nosotros, seremos como antorchas de luz y calor.
Esa es la experiencia que nos han dejado todos los Grandes Seres. Eso es lo que podemos llegar a ser: emisores de luz.
Al sol se le llama «la lámpara del universo», porque ilumina el mundo y gracias a su luz podemos ver. Cuando el sol no nos ilumina, necesitamos otras fuentes de luz: bombillas eléctricas, velas, linternas, faros…
Los objetos son pues sólo visibles si una luz les alcanza y les ilumina; ésta es una ley del mundo físico y también es una ley del mundo espiritual. Pero en el mundo espiritual, no existe ninguna luz que podamos encender como encendemos la luz de nuestra escalera o de nuestra habitación; y si queremos ver, nosotros somos quienes debemos proyectar una luz desde nosotros mismos. He aquí porqué tan pocos seres son capaces de ver en el plano espiritual: porque esperan que los objetos sean iluminados, cuando son ellos mismos quienes deben proyectar los rayos que les permitirán ver.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86), Pensamientos cotidianos. (www.prosveta.es). Foto: de regreso a casa 25 marzo 2010