Hoy se nos habla de la comunión desde el alma, que no requiere contacto externo.
En nuestras vidas agitadas hay poco espacio para esa comunión.
Pero cuando la luz espiritual crece en nuestro interior, empezamos a vislumbrar la unidad de la vida.
La separación entonces se desvanece, muy lentamente. Se produce una liberación.
En paralelo, empezamos a atisbar, al principio muy vagamente, la fraternidad en el espíritu.
Aprendemos a enfocar la esencia, el centro, alejándonos de la periferia.
Este descubrimiento cambia nuestra mirada sobre el mundo y sobre todos los demás seres: la dulcifica, la llena de compasión, la sacraliza.
Cuando hacemos espacio para la comunión ya nada es igual.
A medida que la luz espiritual crece dentro del corazón, a medida que crece más potente el anhelo por la Vida pura, la conciencia se abre hacia los grandes secretos lugares donde es una toda la vida, donde todas las vidas son una. A partir de entonces esta externa, manifestada, fugaz vida, ya nuestra o de los demás, pierde algo de su encanto y fascinación, y buscamos, antes bien, el infinito. En vez de la forma exterior aspiramos a su eterna esencia recóndita. No aspiramos tanto al trato exterior, a la proximidad con nuestros amigos, sino, por el contrario, a aquella tranquila comunión con ellos en la cámara interior del alma, donde el espíritu habla al espíritu, y donde el espíritu responde; en donde nunca entra la separación, ni la enfermedad, ni la tristeza, ni la muerte puede llegar.
Charles Johnston. “Los yoga sutras de Patanjali”, Editorial Kier, Buenos Aires, comentario al sutra 41 del Libro II. Imagen: Camino de Santiago, saliendo de Logroño, 21 julio 2012