Hablamos en estas notas del mundo divino, que está tan lejos y tan cerca.
Para muchos hombres ese mundo es una quimera que no existe. Está infinitamente lejos.
Para otros es una realidad tangible, llena de esplendores, también aquí en la tierra.
Cuando esos esplendores se han avistado, aunque sea de muy lejos, hay añoranza por esa Casa.
Esplendor que es como la primavera comparada con el invierno: primavera interior, aún en el invierno físico.
El mundo divino nos invita a visitarle: a sentir sus vibraciones puras, sus corrientes curativas, vivificadoras.
Allí siempre hay una mano amorosa, y luz.
Es preciosa invitación.
«La sensibilidad no es sólo esta capacidad de conmoverse ante los seres humanos, la naturaleza o las obras de arte. Es una facultad superior que nos abre las puertas de la inmensidad y nos da la comprensión del orden divino de las cosas. Ella es la que nos permite entrar en relación con las regiones, las entidades, las corrientes del Cielo y vibrar al unísono con ellas. Aquél que trata de cultivar esta forma de sensibilidad, no sólo ve que los esplendores del mundo divino se revelan ante él, sino que siente también que las vibraciones sutiles que empiezan a animar su materia psíquica, le protegen de las agresiones y de las corrientes nocivas.
Las criaturas dotadas de una verdadera sensibilidad espiritual no son vulnerables. No pueden ser presa de nadie porque se encuentran en otra parte, más arriba, y perciben las cosas de manera diferente. Su sensibilidad con el mundo divino las protege, como si estuviesen rodeadas por una muralla protectora. Su corazón, su intelecto, su alma no son alcanzados por las bajezas, por las villanías, y no responden a ellas, porque sólo vibran con los mensajes del Cielo.»
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: Inmediaciones de la sierra de Madrid el 18-1-14 (Fermín Tamames)