Hoy se nos habla de llevar siempre un altar iluminado en nuestro interior y de subir a visitarlo.

Desde ese altar una luz y una presencia pueden invadirnos y llenarnos.

Desde ese altar todo ser humano estaría en su centro, y la vida en la tierra entonces se transformaría, sería un gran vergel.

Desde ese altar ya no hay deseos, sólo comprensión, compasión y servicio.

Y cuando descendemos, la luz todavía permanece.

El ser humano tiene asignado otro destino en la tierra, un destino de plenitud y de luz.

Cuantos más descubramos y frecuentemos ese altar, antes llegará ese destino.

La espiritualidad no consiste en vagas aspiraciones. El verdadero espiritualista empieza por edificar en su alma un altar para el Señor, nunca cesa de mantener en él una llama. A este altar, debe subir cada día con la conciencia de que entra en la presencia divina, y entonces, solamente ahí, sabe lo que debe pedir.

Mientras os dirijáis al Señor para que satisfaga vuestros deseos personales, significa que todavía no habéis entrado en su presencia. El día que entréis en la presencia del Señor, solamente podréis pedir una cosa: que os llene con su luz. Pero en realidad, sentís que no tenéis nada que pedir desde el momento que entráis en presencia del Señor, su luz os invade, y cuando descendéis, esta luz os habita aún mucho tiempo.

Omraam Mikhäel Aïvanhov (1900-86),  “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: Alumna en el taller de bordados de Anand Bhavan, Programa Colores de Calcuta, 6 febrero 2012. Foto de Jaime Blanco