Hoy se nos regala una imagen.

La imagen somos nosotros en estado puro, en ese estado al que se refieren las escrituras hindúes cuando hablan de “deidades”.

(No hace falta irnos tan lejos: en el Evangelio de San Juan se lee, respecto de los seres humanos, “sois Dioses”).


Se nos invita a purificarnos para que la luz y las corrientes celestiales pasen.

Es más, para que cada uno de nosotros sea receptor y emisor de la luz del alma.

La analogía de la piedra preciosa es adecuada. En cada ser humano hay un diamante esperado a ser pulido.

Ese es el trabajo de desbaste del que hablamos hace unos días, para que el diamante brille, para que aflore lo puro.

Ese es el trabajo, desde la aceptación y la humildad.

«Meditad de vez en cuando sobre esta bella imagen de la transparencia… Comprenderéis que para que la vida pase, para que la luz pase, para que las corrientes celestiales pasen, debéis abrirles camino, es decir, volveros transparentes. Todo en la naturaleza pone de relieve esta ley. ¿Por qué las piedras preciosas son tan apreciadas? Porque son coloreadas, claro, pero sobre todo porque son transparentes: dejan pasar la luz… ¿Cómo ha logrado la naturaleza trabajar tan magníficamente sobre ciertos minerales, purificarlos, afinarlos para hacer con ellos estas maravillas que admiramos: cristal, diamante, zafiro, esmeralda, topacio, rubí…? Y si la naturaleza lo ha logrado, ¿por qué no iba a lograr también el ser humano hacer este trabajo en sí mismo?

Toda la práctica espiritual debe tender hacia esta meta. Cuando hayamos logrado purificarlo todo en nuestro corazón y en nuestra alma, hasta llegar a ser límpidos, transparentes, el Señor que aprecia mucho las piedras preciosas, nos pondrá en su corona. Se trata de una imagen, claro, pero que corresponde a algo muy real.»
 
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos. Editorial Prosveta. Imagen: niños en el colegio en la provincia de Quang Tri, Vietnam, 1 octubre 2014 (Jesús Vázquez)