Según pasan los años, los humanos acumulamos ramas muertas e inutilidades en nuestras vidas.

Físicamente nos densificamos, como si la tierra tirara de nosotros con un imán poderoso.

Mentalmente también nos densificamos, cerramos puertas aquí y allá, confinamos el mundo a una pequeña caja.

Simbólicamente las ramas viejas nos sirven para pensar en todo aquello que nos sobra, de lo que podemos despojarnos.

Nos sobran cosas materiales, pero sobre todo nos sobra todo aquello que nos separa de nuestra esencia, de nuestro ser.

La esencia nos llama y nos dice que hay una nueva vida llena de luz, pero que para vivirla hemos de renunciar a ciertas cosas.

Se queman las ramas viejas, las querellas, las ofuscaciones, el odio, se pasa la página, se nace de nuevo y aparece, casi sin llamarla, la alegría del alma.

Nunca es tarde para esta hoguera, para nacer de nuevo.

Los que han vivido la alegría del alma dicen que es un néctar maravilloso.

La madera que se utiliza para hacer fuego es una madera que recibe el nombre de madera muerta: ramas apagadas, negras, retorcidas, sin ninguna belleza. Pero cuando arden, ¡cuánta luz, qué esplendor! Estas ramas que hubieran podido permanecer en cualquier lugar abandonadas, inútiles, el fuego las transforma en luz, calor y energía.

Diréis: «Sí, está claro, ya lo hemos comprobado. Pero ¿qué relación tienen estas ramas muertas con nosotros?» Os conciernen porque, simbólicamente, también existen en vuestro interior. También vosotros habéis acumulado montones de madera muerta que sólo espera ser quemada… Todas las inclinaciones egoístas, pasionales, todas las manifestaciones de la naturaleza inferior son como madera muerta. Hacedlas quemar con el fuego del espíritu, con el fuego del amor divino, y ellas también producirán luz, calor y vida.

Omraam Mikhäel Aïvanhov,  Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: escena de «El árbol de la vida» (2011),  de Terrence Malick