En gran medida los seres humanos nos miramos unos a otros en nuestra dimensión material exclusivamente.
Vemos a los otros como un obstáculo o como un medio para acceder a nuestros fines.
De esta actitud surge la mente egoísta, calculadora, que nos ha dominado largo tiempo, que todavía nos domina.
De ese cálculo viene la competencia brutal, la lucha por la supervivencia, el estar en la tierra a codazos.
Hasta que un día descubrimos que el otro es un alma, como yo, alguien que viene de muy lejos, alguien con el que estoy muy unido.
Ese día el paradigma cambia, y la relación puede empezar a ser de alma a alma.
Una persona, otra, y así hasta millones: ese cambio de mentalidad puede sacarnos de nuestro egoísmo y cálculo para llevarnos a la región de la hermandad.
No es fácil, pero sí es posible, y también necesario.
Los que han hecho ese tránsito ya están en otro mundo.
Aunque los humanos se vean todos los días, sólo tienen una visión superficial los unos de los otros. Se detienen en su apariencia, y la apariencia a menudo no es muy buena. Olvidan que más allá de esta apariencia también hay un alma, un espíritu, y aunque este alma y este espíritu se manifiesten raramente, están ahí, siempre tienen la posibilidad de aparecer y expresarse. Aún hay que insistir: tener sobre los humanos una visión tan superficial no da muestras de inteligencia.
Un sabio, que sabe que los hombres y las mujeres son hijos e hijas de Dios, se detiene en este pensamiento y aborda a todos los seres con este pensamiento. Está haciendo con ello un trabajo creador, porque así desarrolla el aspecto divino en todos los seres con los que se encuentra, y se siente feliz. Creedme, el mejor modo de obrar con los demás, es descubrir sus cualidades, sus virtudes, sus riquezas espirituales y concentrarse en ellas.
Omraam Mikhäel Aïvanhov (1900-86), “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: niños en Benarés, India, 8 febrero 2012. Foto de Delia Hernández